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Beber

Van a prohibir que se vendan bebidas alcohólicas a los menores de 18 años. Y no sé yo si eso va a servir para algo.La Asamblea de Madrid urgió hace unos días al Gobierno regional para que decrete la prohibición, por los estragos que producen las bebidas alcohólicas en la juventud. Hay accidentes, peleas, incluso asesinatos que, al parecer, son debidos al alcohol. Y hay, sobre todo, una degradación física de los adolescentes que puede ocasionarles unas secuelas imprevisibles -quién sabe si irreparables- cuando alcancen la madurez.

Un reciente estudio revela que el 71% de los madrileños con edades comprendidas entre los 14 y los 18 años beben alcohol habitualmente y en un porcentaje también alto se emborrachan los fines de semana. Normalmente es con calimocho y lo beben no tanto porque les guste sino porque su objetivo es, precisamente, emborracharse.

Gran parte de estos muchachos no le dan al calimocho y demás bebidas en los bares, sino que lo compran en las tiendas y luego lo toman en el coche o se van a un descampado, donde se sientan en corro y se pasan el botellón hasta que no quede ni gota.

Un 71% de adolescentes bebedores podría significar -si no paran- que en pocos años (o quizá ahora ya) buena parte de la población joven será alcohólica; y de ahí en adelante.

Las autoridades (y las familias) están muy preocupadas con este oscuro panorama, y algo deberá hacerse. Sin embargo, aquí, un servidor, está convencido de que con el vino y los licores no hay quien acabe. El vino y los caldos espiritosos anejos tienen muy buena prensa y mejor literatura. El vino lo consagra la Iglesia, los intelectuales lo ponderan, el pueblo llano encarece sus virtudes y la humanidad entera se ha quedado con la copla.

Al vino hasta le atribuyen propiedades taumatúrgicas. Estábamos en los toros (de esto hace tiempo) cuando vimos cómo unos señores le enchufaban la bota a un chiquitín de cinco o seis años que les acompañaba. Nos volvimos para decirles que, ¡hombre!, a los niños no se les debe dar vino, y el que debía de ser su padre respondió: "¿Cómo que no? ¡El vino hace sangre!". Y alguien cercano terció en su apoyo argumentando: "El vino aclara el ojo, sana el vientre y limpia el diente".

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Los refranes y sentencias que realzan las virtudes del vino (y, de paso, los nocivos efectos del agua) conforman una enorme antología. El mismo Don Quijote (con lo equilibrado que era, puesto a pensar) le decía a Sancho que no bebiera agua pues se iba a morir.

El Quijote, que ha sido muy leído o por lo menos muy citado aunque no se haya leído, es fuente enriquecedora de la sabiduría popular. Y este cura barrunta que lo del vino generador de sangre viene de ahí; de la descomunal batalla que Don Quijote sostuvo con unos pellejos de vino -pues los tomó por malandrines-, los acuchilló, y el rojo zumo alcohólico que borbotaban las rajaduras lo creyó sangre infiel derramada. Eso fue así, pero las cosas se cuentan y con el tiempo nada tienen que ver con el original. Han pasado ya cuatro siglos desde que Cervantes relató el lance, y de entonces acá el vino genera sangre roja, densa y buena.

Al propio Don Quijote le dieron vino las mozas de una venta. Lo hicieron con un canuto, pues la celada que llevaba puesta le impedía arrimar el vaso a la boca, y le escanciaron con largueza. Así que, al cabo de libar, el rancio abadejo que comía le pareció trucha; el pan negro, candeal; las rameras, damas; y castellano del castillo un castrador de cerdos que apareció por allí.

De donde el vino genera fastuosas ensoñaciones. Lo dijo también Machado. "El borracho posee la grandeza de un rey", sostenía, precisamente, un rey. Y Martín Lutero: "Quien no ama al vino y las mujeres se gradúa de necio". Y si descendemos la pirámide social, aún proliferan otros dictámenes: "Bebe vino, que el agua pudre la madera". "¿Beber es humano? Pues bebamos". "El vino ahoga las penas". Y, además, hace sangre.

Con estas verdades axiomáticas y otras mil que a lo mejor oyen en casa o se las cuentan en la calle, ¿cómo van a dejar de beber los adolescentes, angelicos míos?

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