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Belgrado, un año después de las bombas de la OTAN

A menudo se ha presentado a Belgrado, gracias a una imagen que se había creado no sólo en Serbia, sino también en una parte considerable de la ex Yugoslavia y de Europa del Este, como una ciudad mártir. A lo largo de la I Guerra Mundial, tras haber rechazado enérgicamente a las tropas del Imperio Austrohúngaro, la resistencia serbia cedió en 1915 bajo el asalto de las divisiones alemanas, a las órdenes del general August Mackensen. Este último forzó a un ejército disperso a retirarse, en unas condiciones trágicas, a través de las montañas de Albania, hasta Corfú, donde fue acogido por los aliados franceses. En aquella ocasión, la capital serbia fue machacada sin piedad a cañonazos y, en gran parte, arrasada.Consciente de la fuerte determinación de los serbios a resistir costase lo que costase, el 6 de abril de 1941, Hitler dio la orden de destruir Belgrado por completo. Los Stukas convirtieron en cenizas incluso la Biblioteca Nacional. Desde el comienzo de esta nueva ocupación, los nazis, con un espíritu de venganza rara vez visto hasta entonces, hostigaron a la población civil serbia. En esa ocasión, las capitales croata y eslovena -Zagreb y Ljubljana, respectivamente- quedaron intactas.

Los bombardeos de marzo de 1999 se inscriben en ese martirologio sentido por la nación serbia en el fondo de su ser, caricaturizado por un nacionalismo de mala calidad. Es necesario tenerlo en cuenta al intentar explicar la manera en que un jefe de Estado astuto y despiadado a la vez, como Milosevic, pudo volver a poner en marcha en 1999 a los ejecutores de la limpieza étnica en Kosovo. Las imágenes insoportables que pudimos observar en nuestras pantallas fueron ocultadas a su nación por la televisión oficial, completamente controlada por el régimen en el poder. Sólo tuvo acceso a ellas una ínfima parte de una población empobrecida, privada de antenas que la comunicasen con el extranjero. La solidaridad que volvió a surgir a partir del momento en que las bombas de la OTAN tocaron y destruyeron numerosos objetivos no militares -esas coronas de manos simbólicas trenzadas por los ciudadanos sobre los puentes amenazados por los misiles- se explica, entre otras cosas, por el martirologio antes mencionado. Raros fueron quienes tomaron suficiente conciencia de ello en el extranjero.

A esto también se añade la influencia, de sobras conocida, de uno de los mitos fundacionales de la nación serbia, el que está ligado a la derrota sufrida en la batalla de Kosovo, al "carácter santo de esta tierra serbia", a las iglesias y monasterios que allí existen desde la Edad Media, a los cantos de excepcional belleza que están vinculados con esta sangrienta historia.

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Ya se ha dicho todo sobre la crueldad incalificable del Ejército y de la milicia paramilitar serbios que intervinieron en Kosovo en la primavera del año pasado, así como del carácter destructivo de los misiles que erraron sus objetivos y golpearon a una población en su mayor parte inocente. Desde el comienzo de los bombardeos se crearon una situación y una toma de posición ambiguas: por un lado, la OTAN, que actuó sin un acuerdo previo de la ONU, una estructura militar, procedente de la guerra fría, que reemplazaba al único organismo mundial cualificado para tomar una decisión así; por otro lado, la orgía de los secuaces de un tirano digno de Ubú rey, culpable ya de tres guerras en la ex Yugoslavia (todas ellas, perdidas). Frente a este doble juego, un número bastante reducido de ex yugoslavos no serbios (entre ellos, quien esto escribe), así como algunos occidentales relativamente escasos, se negaron a apoyar las operaciones militares estadounidenses sin, por ello, disculpar al gran culpable de Belgrado. Similar confusión podía advertirse en el comportamiento -en ocasiones, incluso en la expresión de la cara- de algunos políticos europeos, y en especial, italianos, obligados a plegarse a las exigencias de la Alianza Atlántica.

Hoy parece necesario juzgar, a la luz de los resultados logrados, la conveniencia de la acción de la OTAN. Slobodan Milosevic permanece en su cargo (su destitución está lejos de ser inminente). El país está destruido, pero el Ejército quedó a salvo, lo que conviene a los tiranos. La Administración está desarticulada, pero la policía quedó intacta: esto también beneficia a la opresión. Serbia sigue "con Kosovo", y Kosovo, sin los serbios, lo que, sin embargo, no impide al jefe del Estado jactarse de su "resistencia ante la mayor potencia del mundo" y de sacar partido de ello. Todos estos hechos ayudan a reavivar el fuego del mito nacional, que se había quedado tibio. Esta situación ha proporcionado, entre otras cosas, un nuevo pretexto para atacar a la oposición, al acusarla de colaborar "con quienes bombardearon Serbia".

En cierto modo, los acontecimientos parecen desarrollarse hacia atrás: hace 10 años se produjo "el advenimiento del pueblo", un nacionalismo fanático que por todas partes gritaba: "Slobo, slobodo" (sloboda quiere decir "libertad"). Hoy, en las plazas públicas se alza otro clamor: "Slobo, vete". Sin embargo, la oposición permanece demasiado débil y dividida. Serbia se encuentra agotada, no tiene fuerzas para volver a levantarse, para sublevarse como sabía hacerlo, mejor que los otros eslavos del sur. Además, nuestra civilización no ha encontrado más instrumento que el castigo de las armas para detener las catástrofes de este tipo. Estas observaciones se añaden al balance de la acción militar de la OTAN.

Algunas cuestiones, menos evidentes y a menudo evitadas, merecen atención dentro de este contexto. Por lo general, los candidatos potenciales a la Unión Europea deben pasar por un purgatorio: el de convertirse antes en miembros de la OTAN. La validez de este criterio -si así puede llamarse- parece cuando menos discutible. ¿Merece tal consideración la organización militar cuya función era defender a Occidente frente al Pacto de Varsovia, que ha desaparecido? ¿Tiene todavía algún sentido, al no poder tener ya aquel que se le daba ayer?

Varios viajes a la antigua Europa del Este me han hecho enfrentarme a otro interrogante, aparentemente análogo: ¿quién ganó la guerra fría? Hemos conocido a muchas personas -entre quienes empiezan a despertarse de un coma poscomunista sin por ello sentir nostalgia de un régimen que se parezca a aquel que conocieron- que no estarían en absoluto dispuestas a aceptar ninguna soberbia de quienes conceden a Occidente el principal mérito de esta victoria. ¿Acaso no se sorprendieron en algunas cancillerías americanas y europeas al ver a un imperio tan potente como peligroso disgregarse y hundirse "por sí solo"? ¿Qué significa para nosotros este "por sí solo"? ¿Debemos olvidar la disidencia y los sufrimientos de nuestras familias desaparecidas en los gulags, ignorar acontecimientos como la "primavera de Praga" en 1968, la revuelta del sindicato Solidaridad, la insurrección de Budapest en 1956, la escisión de la Yugoslavia de Tito en 1948, subestimar a personalidades como Nagy, Gomulka, Walesa, Gierek, Dubcek, Havel y a otros muchos que no olvido, y entre ellos, al propio Gorbachov, a la perestroika y a la glásnost antes de su trágica caída?

Es otra forma de plantear algunas cuestiones europeas. O también las de nuestro tiempo.

Predrag Matvejevic es escritor y profesor de eslavismo de la Universidad La Sapienza de Roma, de origen croata y ruso, emigrado de la ex Yugoslavia.

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