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Adoptivo

Vuelvo a casa después de un viaje y mi hijo Pablo, ocho años, se dispone a darme las novedades. Mi hijo compite con el contestador automático para hacerse con las primicias y convierte los recados en imaginativas charadas o en finas muestras de surrealismo. Esta vez me anuncia: "Tu amigo el del loro ha vendido un hijo". La primera parte del enigma es fácil: mi amigo "el del loro" debe de ser el escritor Rafael Pérez Estrada. Pero ignoraba que Rafael tuviera hijos y, de tenerlos, lo considero incapaz de tal bajeza.Rafael no sólo es incapaz de vender un hijo; es incapaz de vender nada, ni siquiera el paquete de acciones que compró al jubilarse pretendiendo asegurarse la vejez. Fue una inversión inútil: mi amigo puede tomar cariño, incluso, a un paquete de acciones y, además, jamás será viejo. No lo será ni cuando cumpla doscientos años, acontecimiento para el que los que le queremos hemos reservado ya sillas de pista. Pero, aunque sea incapaz de vender nada, mi amigo el mago Rafael siempre ha sido un genio de la mercadotecnia. En una reencarnación anterior, ejerció como abogado divorcista y había parejas que se divorciaban sólo por el gusto de que fuera Rafael el que se hiciera cargo de lo suyo. Había gente que se casaba por conocer el Monasterio de Piedra y gente que pedía la anulación a la Rota sólo por frecuentar la magia de Pérez Estrada. Fue tal su maña, que hubo quien acuñó un eslogan: "Lo que Dios ha unido, sólo lo desune Pérez Estrada".

(Al día siguiente de mi regreso, descifro, por fin, la última charada de mi hijo Pablo: a Rafael le han hecho hijo adoptivo de Málaga. Mi hijo Pablo, bajo la influencia quizá de un culebrón visto a deshoras, confundió "adopción" con "venta de niños").

Cuando acababa 1999, Rafael desapareció durante un par de semanas. Era su homenaje personal al efecto 2000, pero hubo quien lo creyó herido y cansado. Todo fue por culpa de un lector despistado de las novelas de Antonio Soler, que confundió al mago Pérez Estrada con un general yaciente y sin derecho a merienda en un hospital concertado con la Muface. Del efecto 2000, el mago Rafael ha surgido con un lustroso costurón que, según lo describe él mismo, parece propio de un caballo de picador, pero que, por la delicada intermitencia de sus suturas, él prefiere relacionar con la abotonadura de un canónigo.

Quizá hubo quien consideró que su primera novela (La Extranjera) era tan buena que sólo podía ser póstuma, sin tener en cuenta que el mago ya tiene en el cajón una novela más y que ahora, gracias a que el loro se le fue de vacaciones, le sobra fuelle para escribir una novela cada seis meses.

De la confusión, el mago ha sacado buena tajada: le van a hacer hijo adoptivo de Málaga. Pero la cosa podía haber ido a más: estoy seguro de que no le han puesto su nombre a la calle Larios porque alguien escuchó su saludable vozarrón y supo rectificar a tiempo. Da igual. Sé que el homenaje que más aprecia es el que recibe en el restaurante Bilmore: doble ración de postre al final de la reunión de los miércoles de los caballeros del menú económico.

Tanto homenaje me provoca celos. No hay duda de que Rafael se merece los amigos que tiene. Lo que no sé es si Málaga se merece un hijo así. Aunque sea adoptivo.

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