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NECROLÓGICAS

Antonio Hernández Palacios, dibujante

El dibujante Antonio Hernández Palacios murió el pasado jueves. La historieta española está llena de nombres señeros que han hecho de este medio un espacio independiente, creativo y desbordante de originalidad. Y entre los más grandes de todos se encontraba Antonio. Su obra es abundante y muy diversa, destacando de manera especial su habilidad para hacer una eficaz transcripción gráfica de los acontecimientos históricos; de sus apasionadas y documentadas biografías, desde Colón, Felipe II y Simón Bolívar hasta un espectacular Roncesvalles, superadas sólo por dos tetralogías, difundidas en una docena de idiomas: El Cid, sobre la vida de este personaje del siglo XI, y Eloy, uno entre muchos, inigualable aportación visual a la guerra civil española. En todas ellas utilizó con impecable rigor una abundante documentación y consiguió reconstruir la historia o, mejor dicho, hacer que la historia aconteciera de nuevo viva y entusiasmante ante nuestros ojos. Pero ni siquiera eso le parecía suficiente. Analizar el pasado lo utilizó para reavivar su memoria y hasta remover su conciencia. Cuestionándose a sí mismo, la obra surgió comprometida pero sin partidismos, con rudeza, la de su carácter franco, pero sin revanchismos, con la humildad de quien ha vivido y sabe lo difícil que es acertar. Algunas influencias marcaron la originalidad de su estilo. Siendo una de las más importantes la de Daniel Urrabieta Vierge, poderoso ilustrador del siglo XIX, del que tomó la técnica del encuadre, la importancia del detalle y la precisión del retratista.Antonio Hernández Palacios nació en Madrid en 1921 de una familia humilde. Cuando llega la República ya está en la calle sobreviviendo y aprendiendo. Chico para todo de un dibujante litográfico, fue testigo privilegiado de una guerra que, como a otros tantos, le echaron encima. En 1937 hizo su primer cartel de aliento para el Madrid sitiado. Y a partir de entonces no paró. Y no sólo trabajó como dibujante. También vivió, soñó y sufrió. En el desierto de nuestra posguerra, rodó por Europa metido en cualquier uniforme. Hizo grandes cartelones para los cines de la Gran Vía, ilustraciones para libros, murales religiosos, retratos de todo tipo, y en la España del desarrollismo se convirtió en una firma importante en el mundo de la publicidad. Hasta que un buen día se cansó y reorientó su carrera por derroteros más creativos. Recorrió mundo. París, Nueva York y, sobre todo, Suramérica. Una larga estancia en Santo Domingo, donde dejó murales, pinturas y esculturas. Recaló en La Habana, donde con la gente de Fidel trabajó en la revista Revolución. Y cuando regresó inició su trabajo en la historieta. Comenzó a una edad en la que otros muchos piensan en jubilarse. Su pasión situó a este medio muy cercano al cine que tanto amó. Desde un principio lo abordó con gran dominio técnico, contribuyendo de forma decisiva a sacarlo de los infantilismos y banalidades en los que estaba sumido. Trabajó siempre con la ilusión de los 20 años. Y eso hizo de él un espíritu inquieto siempre proclive a la innovación. Madrugaba para crear y trasnochaba para aprender. Sólo así se explica la ingente obra que deja tras de sí. Un legado de suma importancia para las generaciones venideras. Un documento imperecedero para acicate de la curiosidad histórica. Una maravilla artística y narrativa que hará perdurar el nombre de Antonio Hernández Palacios.- editor

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