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Tribuna
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La parábola de Piqué

Sorprende el desgarro que la confesión pública de Piqué (la negación de su pasado comunista) ha producido entre los comentaristas. Sorprende porque en realidad Piqué se incorpora con muchísimo retraso a la inacabable lista de los que, en nuestra veinteañera democracia, han cambiado de camisa. ¿Recuerdan los primeros años de la transición? Del izquierdismo al comunismo y de ahí, en un periquete, al socialismo y al atlantismo. Lo mismo que en otras geografías ideológicas: ya Suárez, protagonista de la transición, era un perfecto saltimbanqui, como lo fueron tantos franquistas que se lanzaron al ruedo democrático. Con la explosión de UCD y el gran triunfo del PSOE, el batiburrillo llegó a ser sensacional: todos los aluviones desembocaban en el mar del felipismo (de Carrillo, histórico líder del PCE, a Vestringe, un ultra rubio que había sido delfín de Fraga, anteriormente llamado Fraga Iribarne: a veces bastaba un recorte de apellido).En Cataluña todo es siempre más discreto, pero los cambios de credo, a veces de ida y vuelta, han sido tan habituales como en la política madrileña. Anton Cañellas, prócer de corte pujoliano, pasó de Unió a encabezar una UCD que en Cataluña nunca pudo librarse del tufillo azul. Josep Benet era democristiano y obtuvo, gracias a una Entesa que ahora reverdece, los mayores votos del cinturón rojo. También Vidal-Quadras fue de Unió antes de dedicarse a martillear lo único que parece excitarle. ¿Cuántos valiosos militantes del PSUC han ocupado cargos en los poderes convergentes? Los cambios de credo o de camisa, como los de pareja, forman parte de la vida. Son explicables. Incluso higiénicos y saludables. Nadie aguanta los pelos de antaño (excepto el barbudo Ríos, consejero de Anguita).

Y si los cambios de credo han sido tan corrientes, en estos años, como los divorcios y las nuevas bodas, ¿por qué escuecen las palabras de Piqué?

No es su cambio de camisa lo que molesta (lo inició hace tiempo, cuando ocupó, meteórico, una dirección general convergente), sino la solemne revisitación de su pasado. Algunos periodistas han usado el verbo abjurar. Existe un término religioso más preciso: apostatar. Piqué ha reconstruido en público su biografía. No sólo se ha presentado como un paladín de su nueva fe, sino que ha verbalizado su ruptura y su fuga ideológica condenando, no ya sus pecados de juventud, sino la fe de su juventud (que incluye, por demás, una completa revisión histórica: así, los que encontraron en el PSUC su mejor instrumento de combate democrático son centrifugados junto a las lejanas indignidades del comunismo de Estado, mientras que el franquismo que ocupa en el PP un importante espacio sentimental es vinculado indirectamente al liberalismo). Son frecuentes los cambios de ubicación política, pero son bastante infrecuentes las apostasías. Apóstata es quien abandona una fe desertando oficialmente de ella. Se abjuraba frente a los tribunales de la Inquisición y en los degradantes juicios soviéticos. El sospechoso de herejía o de desviación, abjuraba de lo que le acusaban. Pero a Piqué nadie, en su partido, le acusa de desviacionismo o de herejía. No abjura, apostata.

Al hilo del juego que Piqué nos propone, puede ser interesante recordar a dos personajes históricos que están asociados a la apostasía. El emperador Juliano había sido educado en el cristianismo, pero prefirió los viejos dioses. No prohibió la religión triunfante. Se propuso simplemente revitalizar los cultos añejos. Murió luchando contra los persas. En la Edad Media le colgaron el mochuelo de "apóstata". Su antecesor Constantino, llamado "el grande", en cambio, era un tipo de más ambición. Condenó a muerte a su principal aliado y asesinó a su hijo y a su esposa. Es famoso por haber decretado el Edicto de Milán (313), mediante el cual legalizaba el cristianismo, y por haber colocado en monedas y estandartes del imperio el signo de la cruz. De joven fue un apasionado adorador del sol; más tarde, oficializado por su mano el cristianismo, condenó a los arrianos. Murió en la cama después de haber sido bautizado cristianamente por un obispo arriano. Constantino es casi un santo. Los caminos del Señor son inescrutables. El que gastaba menos escrúpulos obtiene aplauso, gloria y devoción. Es el pobre nostálgico, en cambio, quien acaba ejemplificando la apostasía.

Regresemos al discurso de Piqué. Llama la atención también por infrecuente. Es raro oír a un político hablando mal de sí mismo, aunque sea para construir un juego retórico: para subrayar la bondad de la visión presente en oposición a la ceguera pasada. También esta retórica es vieja: nada importan los desmanes de la juventud si uno acaba circulando, finalmente, por el buen camino. La añeja moral católica insistía, partiendo de la parábola del hijo pródigo, en esta sorprendente paradoja: si la oveja negra endereza el rumbo, sus excesos pasados pueden incluso reconvertirse en virtud. En la parábola, el padre agasaja con gran afecto y alegría al hijo juerguista e irresponsable que regresa finalmente al redil. Mientras, el hermano que había permanecido en casa, fiel al padre, aparece como un bonifacio desaborido y sin mérito. Rezaba la moraleja: quien habiendo malgastado su juventud en insanas aficiones, sin embargo, consigue llegar a santo tiene mucho más mérito que aquel que nunca erró el camino. El cristianismo está repleto de personajes que responden al arquetipo del pecador regenerado: santa Magdalena, prostituta que limpió con sus lágrimas y secó con sus cabellos los pies de Cristo; san Pablo, feroz perseguidor de cristianos; san Agustín, redomado paganista.

También aparecen dos hermanos en el PP catalán. El brillante Josep Piqué, que sudó socialismo y catalanismo en sus juergas juveniles, ha robado el corazón de papá Aznar y excita el ánimo de los jóvenes liberales. En cambio, el anodino Alberto Fernández, fiel escudero de la derecha española, no consigue emocionar ni a papá ni a pariente alguno.

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Carmen Secanella

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