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A propósito de Martínez Barrio

Los restos de don Diego Martínez Barrio descansarán definitivamente, como él deseaba, en el cementerio San Fernando de Sevilla, adonde han sido trasladados desde París, ciudad en la que falleció en 1962. Pocos sevillanos sabrán que estamos hablando del político más importante que ha dado la capital hispalense en la primera mitad del siglo XX. Y no lo sabrán, porque un espeso manto de silencio envolvió su memoria desde que los demócratas perdieron la guerra civil española y don Diego, junto a otros cientos de miles de españoles, se vio forzado al exilio, del que nunca volvería con vida.A decir verdad, antes que el silencio, prolongado, completo, sin resquicios, fue la demonización del personaje: el Ayuntamiento franquista de Sevilla, nombrado a dedo por el general Queipo de Llano, le hizo "hijo maldito" de la ciudad, y en el Colegio de Abogados y el Ateneo de Sevilla, instituciones que él había presidido, procedieron a su expulsión fulminante. No llegaron a arrancar la hoja del Registro Civil en el que estaba inscrito, como ocurrió con Casares Quiroga, pero poco faltó.

¿Y quién era y qué hizo don Diego? De origen modesto -su padre era albañil, y su madre, vendedora del mercado-, se hizo a sí mismo como jurista y como político. Se adhirió pronto al republicanismo y a la masonería; fue concejal del Ayuntamiento sevillano; después, diputado a Cortes, ministro del Gobierno provisional de la II República en 1931, presidente de las Cortes, presidente de la República tras la destitución de Alcalá-Zamora, volviéndolo a ser en el exilio.

De sus memorias, escritas en 1945 y publicadas por Planeta en España en 1980, uno podría esperar páginas llenas de resentimiento justificado, de odios y pasiones propios de la época, y sin embargo llama la atención la mesura, ponderación y equilibrio de un hombre perseguido que tanto había pasado. Otra observación es que sus memorias definen al autor como un político moderado, de centro-derecha, muy alejado de todo tipo de extremismos, pero, eso sí, profundamente leal a la República, lo que entonces era sinónimo de demócrata. Siempre me ha llamado la atención que políticos que hoy situaríamos entre el centro-derecha y el centro-izquierda del espectro político, como Alcalá-Zamora, Azaña o Martínez Barrio, fueran perseguidos con tanta saña por la derecha española. Esa raíz clerical-integrista, cuartelera y terrateniente del conservadurismo hispano, sofocó siempre con violencia cualquier atisbo de progreso y modernización de nuestro país, que sólo pudo superar a la reacción con la transición democrática de finales de los setenta.

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Creo que ha sido un gran acierto del Ayuntamiento de Sevilla atender la petición de los familiares de Martínez Barrio y de la Asociación de Abogados Progresistas de repatriar los restos del político sevillano. Menos comprensible es que los ayuntamientos democráticos precedentes no lo hubieran hecho con anterioridad. Espero y deseo que, en honor de quien se entierra, la bandera tricolor de la II República y el himno de Riego tengan su lugar en las ceremonias y, por cierto, que el cuadro Proclamación de la República, de Gustavo Bacarisa, que estuvo escondido cuarenta años por su viuda y que es hoy propiedad del Ayuntamiento, presida el salón mortuorio.

Siempre que hablamos de los cuarenta años del franquismo, y no digamos de la guerra civil, se nos echan encima, nerviosos y descalificadores, los que no quieren oír hablar de ese pasado por su mala conciencia de colaboracionistas. El recurso fácil al "no remover a los muertos" lo utilizan los neodemócratas para intentar que perdure la amnesia colectiva, para que las nuevas generaciones no sepan lo que pasó ni quiénes fueron los responsables. Pero, ¿tiene sentido que un pueblo desconozca o sólo conozca muy parcialmente casi medio siglo de su propia historia? ¿Puede definirse con claridad una identidad colectiva y un proyecto de futuro común sin reconocer y asumir el pasado?

Se me puede argüir que existe ya una historiografía bastante completa sobre ese pasado, y creo que en parte es verdad, pero no lo es menos que los vacíos de conocimiento de mi generación y de las siguientes sobre lo que fue y significó la II República, las causas y el desarrollo de la guerra civil y los cuarenta años de dictadura siguen existiendo. Valga un ejemplo. Cuando los jóvenes ven la película de José Luis Cuerda La lengua de las mariposas se emocionan y preguntan a sus padres al salir del cine: "Pero, ¿era así la República? ¿Existían maestros de esa calidad y talante en los años treinta en España?". Difícilmente sus padres podrán explicarles que ellos tampoco lo sabían.

Si en la transición fue, quizás, necesario un cierto olvido del pasado, veinte años después no hay ya razón para seguir callando. Sobre todo porque hay muchos hombres y mujeres que, como Martínez Barrio, esperan que, aunque tardíamente, se haga justicia a su nombre, se les dignifique y se les repare. En cambio, otros, como los generales golpistas, deben desaparecer de una vez por todas de las calles y plazas de la España democrática. No tiene sentido que en la misma Sevilla que se apresta a recibir al ex presidente de la República aún haya vías dedicadas al general Sanjurjo, plazas a los Alféreces Provisionales o puentes del Generalísimo.

Precisamente en el año que acaba de terminar se conmemoró el 60º aniversario de la finalización de la guerra civil y el comienzo del éxodo masivo de centenares de miles de españoles. Con ese motivo, el Congreso de los Diputados aprobó hace unos tres meses, con el voto a favor de todos los grupos políticos, salvo el PP, que se abstuvo, una moción instando al Gobierno a emprender una serie de iniciativas de homenaje a esos exiliados. El Gobierno ha hecho caso omiso de lo que las Cortes le mandataron, pero diversas instituciones, como la Universidad de Alcalá, el Ayuntamiento de Getafe, el Instituto Mexicano de Cooperación Internacional y el Fondo de Cultura Económica, entre otras, han organizado diversos programas conmemorativos y de homenaje a aquellos españoles de la diáspora que, repartidos por el mundo, sobre todo en América Latina, y muy particularmente en México, dieron una lección de civismo y de verdadero patriotismo que España debe reconocerles.

Luis Yáñez-Barnuevo es diputado por Sevilla.

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