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Los creadores y la realidad JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Entre la niebla comunicacional y la neurosis de la competitividad, la pequeña realidad concreta, la que no existe porque no sale en la tele, lo tiene mal para hacerse ver. Y, sin embargo, cuando emerge fuera del circuito de las personas que la sufren directamente deja en evidencia tanto a los angélicos profetas del mundo virtual como a ideólogos del neocapitalismo triunfante que repiten sin vergüenza alguna que Cataluña, España, Europa, el mundo y todo lo que se tercie van bien.No sé si será una pura coincidencia o si podemos empezar a pensar que por fin corre entre los artistas la consigna de crear realidad para contrarrestar la nube de ficción que nos envuelve. Pero de pronto han empezado a aparecer en las carteleras las películas de algunos cineastas que, con la cámara a cuestas, han visitado las zonas oscuras que la utopía neocapitalista esconde bajo el aséptico enunciado de las cifras macroeconómicas. No se trata simplemente de recordar que para que a unos les vaya tan bien como dice la propaganda a otros les debe ir muy mal (que es lo que siempre omiten los eslóganes). Es mucho más que esto lo que hacen cineastas como Bernard Tavernier en Hoy empieza todo o Michael Winterbottom en Wonderland: la escuela, en el primer caso, la familia, en el segundo, los marcos primarios de socialización, aquellos que, según el discurso oficial, deben transformar el animal humano en trabajador competitivo, les sirven como territorio desde el que relatar la sórdida realidad cotidiana de grupos sociales desestructurados, perdedores en la lucha darwiniana por la supervivencia. En realidad, lo que hacen estos cineastas es, simplemente, correr el velo de la censura, del apártese de mí este cáliz con que la sociedad evita saber de sí misma.

No hay héroes ni santos en los relatos de Tavernier y de Winterbottom. Ni siquiera caen en el riesgo del esteticismo de la miseria, propio de cierto paternalismo progresista. Los constantes movimientos de cámara, que pueden a veces acercar al espectador al ataque de nervios, son una garantía contra cualquier tentación de falsa poética. Los protagonistas son ciudadanos que sólo algún crimen sórdido podría llevar a las páginas de los periódicos. Son alguno de aquellos millones de trabajadores que se sitúan en el epígrafe: bajas por reconversión industrial o por reestructuración de plantilla. Magníficos eufemismos destinados a presentar de modo aséptico cruentos cambios sociales en los que siempre los trabajadores llevan la peor parte. Y, sin embargo, la fuerza de estas películas es que, cogidos en su cotidianidad, los personajes acaban adquiriendo la condición de arquetipos. Uno sale del cine con la conciencia de haber visto no una sola historia de un lugar o de una familia, sino miles de historias que ocurren constantemente y en todas partes.

No hay un deje de compasión en ninguna de las dos películas. A lo sumo, hay cariño por algunos personajes. Pero no hay atenuantes para nadie. Sólo hay realidad, mucha realidad. Y una sensación de incomunicación entre estos sectores de la sociedad y las distintas instituciones de poder. Una incomunicación a la que sólo plantan cara el coraje y la sensibilidad de algunos. La ideología resulta a menudo una coraza que hace más impermeable a la realidad al que tiene poder.

Dicen algunos que esto no es cine, que falta el poder mágico de la ficción que separa el documental de la película como obra de arte. Yo no sé si es cine. Pero sí sé que ambas películas relatan historias. Y que estas historias abren puertas a la percepción de la realidad, que es, a mi modo de ver, lo propio de la obra de arte. Lo relevante es que Tavernier y Winterbottom utilizan el cine para dar carta de naturaleza en la sociedad comunicacional a realidades ocultadas bajo el frío y consolador dato estadístico, que siempre permite llegar a la misma conclusión: a pesar de todo, vamos bien. Quienes quieren seguir engañados, que no vayan a ver estas películas. Y lo relevante también es que las historias que narran son profunda y radicalmente humanas. Porque es sobre todo de la realidad humana de lo que hablan estas películas.

No vamos a descubrir ahora que la realidad en estado puro no está a nuestro alcance. Que todo es interpretación; por tanto, todo tiene algo de virtual. También las películas de Tavernier y Winterbottom. Pero si a la neurosis de la competitividad no queremos sumar la esquizofrenia de la pérdida de sentido de la experiencia, es necesario acercar la realidad a la interpretación, dar soporte lo más real posible a lo virtual. Algunos afirman lo contrario: que tendremos que asumir lo virtual como real. Puede que futuras generaciones puedan asumir las prótesis electrónicas y tecnológicas como auténticas prolongaciones de la propia sensibilidad. Ante esta atroz perspectiva, esfuerzos como el de Tavernier y Winterbottom me parecen imprescindibles para frenar el delirio de la sociedad aséptica, incolora e inodora. Para evitar no sólo que llegue un día en el que no reconozcamos nuestros cuerpos, sino que incluso no reconozcamos a tres cuartas partes de la humanidad. El final del vanguardismo y la difícil asunción de las nuevas tecnologías ha dejado al arte contemporáneo en cierto estado de desconcierto. Hay en la vía abierta por Tavernier y Winterbottom un camino a seguir. Uno de tantos, porque pasó el tiempo de los caminos de paso obligatorio. Crear realidad dice el cartel indicativo.

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