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Vínculos

LUIS GARCÍA MONTERO

Veo a mis hijas pasar las vacaciones navideñas delante del televisor, saltando a la comba de los canales y las cadenas a través de esa versión doméstica del infinito que es el mando a distancia. A veces intervienen ellas en el caudal de la pantalla para elegir una película de vídeo o para protagonizar en la videoconsola complejísimas aventuras cargadas de laberintos y habitaciones solitarias. Mis hijas utilizan la televisión como un animal doméstico, un perro faldero de absoluta confianza, la que se le puede meter la mano en la boca sin peligro ninguno. Y recuerdo de golpe la televisión que entró en mi infancia, en los primeros años sesenta, cuando a los niños casi nos obligaban a lavarnos la cara, peinarnos y ponernos la ropa de los domingos para estar decentes ante una pantalla de gestos solemnes, burocráticos, con la sonrisa pálida y la piel fría de los obispos o de los directores generales.

Estaba en la calle, bajo una tormenta descomunal, viendo con mis amigos del barrio cómo la crecida del río Genil iba a llevarse por delante el puente de Las Brujas, es decir, el puente que había en la puerta de las monjas del Sagrado Corazón. Mi madre mandó recado de que acababan de traer un televisor, y aquel aparato primerizo consiguió nada más llegar lo que no habían logrado las tormentas, los fríos, los malhechores legendarios y las amenazas paternales: sacarnos de la calle para meternos en casa. Mis amigos y yo corrimos a ver una carta de ajuste en blanco y negro y una película sobre Guillermo Tell. Al día siguiente me enseñó mi padre en el periódico la fotografía del puente derrumbado, una catástrofe que no alcancé a ver directamente por la flecha y la manzana de la televisión.

Muy poco tardaron los televisores en extenderse por todas las casas del barrio para robarle algunas horas a nuestros juegos callejeros. El tiempo perdido en el cuarto de estar se compensaba después con aventuras apasionadas en las que remedábamos la leyenda de los héroes televisivos. Bronco Ley, El Virginiano, el rancho de Bonanza, saltaban en nuestras canciones, en nuestros juegos y en nuestro regalo de Reyes. Todo el mundo veía los mismos programas, la realidad y la gloria se fundaban en una imagen única, en un mismo presentados, en el mismo escote escandaloso de la misma folclórica. Un señor doblaba cucharas con la yema de sus dedos o ponía relojes en marcha con su fuerza interior, y al día siguiente era tema imprescindible de conversación. El año nuevo comenzaba siempre con un concierto de la Orquesta Filarmónica de Viena y una prueba nórdica de saltos de esquí.

Mis hijas comenzaron este nuevo año en el Fox Kids de Canal Satélite Digital. ¿Hemos ganado en libertad? Desde luego, pero en una libertad que nos deja sin vínculos y sin temas de conversación, en un vértigo que nos aleja cada vez más de la calle, de los otros, de lo público, para encerrarnos en lo privado y en la movilidad de las pantallas particulares. Vivimos el fin del catolicismo español. Niños únicos casi todos, sin calle, sin necesidad de compartir, nuestros hijos serán los primeros españoles definitiva y sentimentalmente protestantes.

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