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Tribuna
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Meteorología

Los meteorólogos anunciaban alegremente días de bonanza para el puente constitucional como si estuvieran deseando quitarse de encima por un tiempo a sus vecinos y conciudadanos, animándoles a tomar carretera, manta y cadenas por si las veleidosas fuerzas de la naturaleza decidían una vez más aguarles sus festivos y taimados pronósticos.Así fue, porque las nieblas persistentes y las lloviznas pertinaces se plantaron en el centro de la Península y propiciaron otra jornada de caos.

Avanzaba a paso de procesión la gran caravana pontifical, diluyéndose en nubes de vapor entre haces de luz amarillenta y difusa, pero los meteorólogos parecían haberse salido con la suya y se frotaban las manos como tantos otros ciudadanos que habían tomado la sabia decisión de quedarse.

Los noticiarios de la radio y la televisión multiplicaban sus avisos, consejos e informaciones sobre la que se estaba armando en todas las salidas de la capital, y en las voces de los locutores se detectaba también un tonillo de malévola satisfacción.

Ellos se habían perdido el puente por razones laborales, pero se estaban librando de la quema, del infierno y sus brumas humeantes.

Poco había de durarles la alegría cuando los meteorólogos, los comunicólogos y demás cautivos voluntarios e involuntarios de la ciudad salieron a la calle y se subieron a sus automóviles, muchos de ellos acompañados de sus respectivas familias, y pusieron proa al centro, al corazón de Madrid, para efectuar sus compras navideñas sin apreturas o acudir al cine, o al teatro: se encontraron atrapados a traición por la vorágine que no cesa, por el atasco que no respeta puentes ni fiestas de guardar.

Desbaratado su sueño de aparcar impunemente en cualquier parte y campar en las aceras y en los almacenes por sus respetos, encerrados en sus juguetes con ruedas, bajo la lluvia y sobre la congestionada cinta de asfalto, los meteorólogos empezaban a pagar sus culpas y a los comunicólogos se les quitaba el retintín sádico al ver su gozo en un pozo, negro y asfixiante.

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El milagro no se había producido; aunque cientos, miles o cientos de miles de coches habían salido de excursión, la ciudad se las había ingeniado para cubrir sus huecos sacando a la calle otros tantos vehículos para sustituirlos, para seguir aplicando su tormento consuetudinario a los conductores irredentos, tántalos y sísifos pecadores, adictos al volante, sufridores perpetuos, alérgicos a los transportes públicos y a las caminatas higiénicas, bípedos acomplejados de serlo y resignados a ser tortugas de grueso caparazón y paso cansino.

Y mientras los huidos, empantanados, consumían más horas que kilómetros en las autopistas, lenta pero incesantemente se acercaba a Madrid una nueva caravana de turistas de interior que habían dejado sus domicilios en pueblos, villas y ciudades atraídos por los brillos de la capital, las luminarias de sus cines y de sus comercios engalanados para la próxima Navidad.

Madrid era una fiesta con demasiados invitados, las calendas de diciembre auguraban como todos los años, cada año un poco más, que el último mes iba a poner a prueba su capacidad para envasar la colosal marea de chatarra rodante que batiría contra su fatigado casco y que alcanzaría su punto máximo con las vacaciones navideñas.

¿Podrán evitarlo esta vez los pérfidos meteorólogos? Engañar a sus convecinos con la promesa de playas soleadas, cielos despejados y temperaturas agradables, o con el señuelo de montañas nevadas y pistas acolchadas.

Lo dudo; por mucho que desborden de optimismo y entusiasmo, los cantores del buen tiempo, la fe, la paciencia, el optimismo, el entusiasmo y la adicción de los automovilistas siempre será superior y les pasará por encima.

Y así hasta el día del gran colapso final, apocalipsis anunciado para el año 2000, cuando las secuelas del efecto que lleva su nombre descompongan los semáforos en un enloquecido baile de luces, fuegos fatuos de la civilización urbana y megalítica.

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