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'Fidelizar'

Enrique Gil Calvo

La semana pasada se produjo una curiosa coincidencia de noticias cuya fortuita casualidad brinda una excelente ocasión para reflexionar. Mientras la Internacional Socialista firmaba su solemne Declaración de París, reclamando la supremacía de la política sobre el mercado, en Madrid estallaba el escándalo de las stock options (opciones sobre acciones) de Telefónica, que demuestra los graves efectos perversos que tiene la politización de la economía, según revela el caso Villalonga. Es toda una paradoja que obliga a cuestionar las relaciones entre política y economía.Parece lógico que los socialdemócratas quieran domesticar los mercados, pero que para ello intenten subordinarlos a la política resulta mucho más discutible. Marx argumentó que la política siempre está determinada en última instancia por la economía, considerando idealista cualquier esperanza de cambiar por decreto la infraestructura material de las fuerzas productivas, hoy basadas en la movilidad planetaria del capital. Es verdad que contra esto Weber adujo la autonomía de la política, pero esa autonomía sólo es relativa, pues está condicionada por el realismo político. Así, para domesticar al capital financiero hay que hacerlo con astucia hegeliana, aprovechando para ello las propias leyes del mercado a fin de reutilizarlas con habilidad, destreza y maestría: es decir, con mano izquierda. Por ejemplo, mediante la tasa Tobin, que impone una especie de IVA sobre las transacciones financieras. Y lo más desaconsejable, por contraproducente, es toda forma de coacción política que reprima la libertad de invertir.

En su testamento intelectual, Condiciones de la libertad (Paidós, 1996), Ernest Gellner identificó las dos innovaciones históricas que explican la eclosión del capitalismo y la democracia, comúnmente basados en la primacía de la sociedad civil. La primera condición es la expropiación del poder caciquil diseminado por las comunidades locales, que pasó a concentrarse en legislaturas representativas, universalistas y garantes de la seguridad jurídica. Y la segunda condición es la independencia de la economía respecto de la política, que es el mejor motor del crecimiento tanto de las libertades como de la productividad. Así, para Gellner, el intento de subordinar la economía a la política, como pretenden ciertos socialdemócratas, no es un progreso sino un retroceso histórico. Y la mejor prueba es la política de Aznar.

En efecto, la práctica real del Gobierno de Aznar, desde que tomó el poder en 1996, ha sido contravenir las dos condiciones de la libertad propuestas por Gellner: ha devuelto poder de veto a localismos nacionalistas y ha intervenido en la economía para distorsionarla al servicio de sus propios intereses políticos. Esto último se ha llevado a cabo mediante una peculiar privatización del sector público desamortizado (Jesús Mota, La gran expropiación, Temas de Hoy, 1998), que por un lado ha creado un grupo empresarial de estricta fidelidad aznarista, liderado por Telefónica, y por otro lado ha otorgado ciertas concesiones al oligopolio financiero a cambio de obtener carta blanca en los consejos de administración de las empresas privatizadas.

Es lo que ha pasado con Telefónica, donde, al igual que se fidelizó (por no decir sobornó) a los directivos con stock options para hacerlos cómplices de la intervención política en cadenas de radio y televisión, también ha habido que fidelizar al núcleo estable de accionistas de referencia, que antes eran tres (Argentaria, el BBV y La Caixa), pero ahora ya sólo son dos (el BBVA y La Caixa): ¿cómo no sospechar que la fusión entre Argentaria y el BBV ha sido el precio a pagar para que los nacionalistas consientan la arbitraria dirección que se impone a Telefónica? El resultado es una economía intervenida por el poder, según la inercia histórica del autoritarismo patemalista, y ello, tanto en Madrid como en Bilbao y Barcelona. Justo el polo opuesto al ideal de Gellner, amenazando así el progreso de las libertades civiles. Confiemos que no sea ésta la supremacía de la política sobre el mercado que los socialdemócratas reivindican en su Declaración de París.

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