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Reportaje:

El confesor decidía quién debía escribir

En el Siglo de Oro eran nobles y monjas las mujeres que escribían; después, la escritura femenina tuvo su continuidad con las hijas de la burguesía. Unas y otras tienen un punto en común: son escritoras desconocidas. La filóloga Amelina Correa ha reunido en un Diccionario Antológico a 120 autoras granadinas, de los siglos VIII al XX. Las ha rescatado del olvido de los conventos y, en algunos casos, de los sótanos de las bibliotecas. Correa dispone de una lista de 50 nombres más y sospecha que, en Andalucía, puede haber otras de 2.000 escritoras de las que no se sabe nada.

A Gabriela Gestrudis de San José (Granada, 1628; Úbeda 1701), cada vez que comulgaba se le llenaba la boca de sangre durante varias horas. Pero también veía a Dios, que en forma de niño Jesús, revoloteaba sobre el sacerdote, para intentar abrazarlo, mientras el cura oficiaba la misa, ajeno a las visiones de la monja.El cuerpo incorrupto de sor Gertrudis (que no es santa; ni siquiera beata) descansa en el convento que las Carmelitas Descalzas tienen en la ciudad jienense de Úbeda.

Éste es sólo un ejemplo de lo que puede leerse en los cientos de textos, todos muy parecidos, que Amelina Correa ha consultado para escribir su diccionario. En todos ellos se trasluce la presencia de una mujer culta y noble.

Para escribir en los siglos XVI y XVII, una mujer tenía que ser monja. Según ha constatado Amelina Correa en sus indagaciones conventuales, "éste era el único lugar que le quedaba a la mujer para mantener una cierta independencia sin tener que subordinarse al padre, al hermano o al esposo".

Claro que en la mayoría de los casos la superiora de turno, o el confesor, le arrebatan las cuartillas y le prohibían expresarse por escrito. "Son contados los casos en los que el director espiritual anima a las monjas escritoras a que pongan sus impresiones en un papel". Este tipo de textos son los que ha rescatado la filóloga; todos de carácter religioso; relatos en los se cuentan experiencias místicas, levitaciones, éxtasis y hasta la reproducción de los estigmas de la Pasión, como los que sufría, casi a diario, la hija de la nobleza sor Beatriz María de Jesús, que profesó en el Convento del Ángel, en Granada. O sor María Gestrudis Martínez del Hoyo (Granada 1750 -1801) que se peleaba por la noche con el diablo y por la mañana aparecía cubierta de moratones. "Lo que más choca de estos escritos", dice la profesora Correa, "es que, aunque rozan lo surrealista, están redactados con total naturalidad; como si lo que les sucede a estas monjas fuese normal".

Las Carmelitas Descalzas, quizá por seguir el ejemplo de Santa Teresa, fueron las más fecundas en esta época y las que más escritoras aportaron.

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Una filóloga rescata del olvido a 120 escritoras granadinas, "perdidas" en conventos y bibliotecas

Amelina Correa, (Granada, 1967), profesora de Literatura en la Universidad de Sevilla, ha recibido con cuenta gotas la información. Cuando se planteó escribir un Diccionario Antológico de escritoras granadinas; siglos VIII al XX, no sabía por donde empezar. Con el apoyo del Centro de la Mujer de la Diputación de Granada dio los primeros pasos. Escudriñó bibliotecas y diccionarios. "De pronto me di cuenta de que eran monjas, sobre todo, las que escribían". Así que empezó a llamar a la puerta de los conventos y, con buenos modales, "pero sin dejarme pasar", las porteras recibían sus encargos, los trasladaban a la hermana bibliotecaria y ésta -supone la profesora-, escarbaba en los archivos ocultos y en los cuartos trasteros y, a veces, para alegría de la filóloga, regresaba con unos manuscritos, unas hojas mohosas, alguna fotocopia... que ella siempre recibía como si fuesen tesoros.En este ir y venir durante el último año de un convento a otro, la investigadora ha localizado y catalogado 120 autoras granadinas.

Su primer hallazgo importante fue la poetisa árabe andalusí Hafsa Bint Alhayy Ar-Takuniyya, que nació en Granada en 1113 y murió en el exilio, en Marrakech, en 1191, después de unos tormentosos amores con el poeta Abu Ya ´far, y de rechazar los favores del gobernador de la ciudad. "En aquella época", explica Correa, "la mujer no contaba en la vida social. Sólo las viudas ricas, y, en otros aspectos, las prostitutas, gozaban de un cierto grado de libertad".

Las justas poéticas de entonces fueron el marco adecuado para que algunas mujeres poetisas alcanzasen una cierta relevancia e influencia cultural.

Si en los siglos XVI y XVII las escritoras eran monjas, en el XVIII la creación literaria femenina "entró en crisis".

La gran eclosión llegaría en el siglo XIX con la aparición de la burguesía y la proliferación de certámenes poéticos, revistas, tertulias y otros eventos culturales. La clase burguesa es la que nutre, a partir de este momento, el catálogo de escritoras. La temática sigue siendo mayoritariamente tradicional y religiosa, aunque ya se publican otro tipo de textos, incluso novelas, más sociales y reivindicativos. Pero, paradójicamente, "las escritoras son más conservadoras ahora que en el Siglo de Oro", apunta Correa. "Firmaban con el nombre y apellidos de sus maridos, o ponían al lado de la mesa en la que escribían el cestillo de costura para que cuando llegasen las visitas vieran que cumplían con sus obligaciones de amas de casa". Y es que no puede olvidarse que la mujer ha estado relegada, prácticamente hasta hoy, a la inexistencia. Hasta 1910, por ejemplo, no podían ir a la Universidad sin un permiso expreso. De esta época es Enriqueta González Velázquez (Granada 1830-1895) que, junto a varias amigas, organizaba tertulias y editaba revistas de carácter tradicional y religioso.

Otro de los aspectos que esta investigadora destaca de sus hallazgos es el de la dificultad que "casi todas" tienen para mantener los principios reivindicativos y la coherencia en la defensa de sus propios valores. "Con frecuencia caen en la contradicción: si por un lado escriben artículos denunciando la situación social en la que viven, por otro, esas misma autoras ponderan los aspectos más reaccionarios y tradicionales de las costumbres y estética femenina".

Un ejemplo palpable es Cándida López Venegas, que vivió en Granada en el último tercio del siglo XIX, y que tan pronto denunciaba la discriminación de las mujeres, en un tono casi feminista, como ponderaba los más rancios cánones del comportamiento social femenino.

La riojana María Lejárraga (San Millán de la Cogolla, 1874; Buenos Aires, 1974) es también un claro exponente de lo que le ocurría a las escritoras de esta época. Está ya demostrado que la mayoría de las obras de teatro que firmó su marido, Gregorio Martínez Sierra, fueron escritas por ella. Una mujer que llegó a ser diputada por el Partido Socialista en 1933, y que, sin embargo, no fue capaz de firmar sus obras por los prejuicios de la época hacia las mujeres escritoras.

Amelina Correa cree que su investigación podría resumirse citando a Rosa Montero (Historia de Mujeres. Alfaguara, 1995), que a su vez cita a la italiana Mariani: "Las mujeres", recuerda la investigadora, "cuando mueren lo hacen para siempre, sometidas al doble fin de la carne y del olvido. Los guardianes de la cultura oficial y de la memoria pública han sido siempre hombres, y los actos y obras de las mujeres han pasado raramente a los anales". Y debe ser cierto porque, a estas alturas, la filóloga ya no duda de que "un par de miles", al menos, de mujeres que un día escribieron, siguen desaparecidas.

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