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Tribuna
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Ser joven

Elvira Lindo

No teníamos miedo a los descampados, o nadie nos había dicho que eran peligroso. Sería porque esos programas inquietantes de sucesos hacen pensar que la vida es así, un continuo tentar a la mala suerte, el caso es que los cruzábamos mil veces. Trozos de tierra que quedaban entre Moratalaz y Vallecas. Pasábamos por encima de puentes que cruzaban la M-30, casi recién estrenada. Íbamos a pie hasta el Instituto, en el Retiro. No se me hubiera ocurrido relacionar los descampados con violaciones, con gente loca o rara. No teníamos miedo a los coches ni a las motos. Durante un tiempo volvimos de clase en una motillo, sería una vespino, y bajábamos las cuestas en ola del Niño Jesús, y yo le tapaba un momento los ojos a la conductora y, más que darnos vértigo, nos daba la risa. Aquella tontería suicida nos hacía reir cuando llegábamos al semáforo.Por las tardes no íbamos a clase. Las pasábamos tumbadas en el Retiro, esperando alguna emoción inconcreta, esperando a los alumnos de ingeniería, sólo por verlos, o esperando sorprender a algún honrado exhibicionista que, cada tarde, como si cumpliera una obligación y un horario, se paseaba por el Retiro en busca de grupos femeninos para enseñarles algo que con el frío se quedaba pequeño y triste. No nos daba miedo el alcohol. Los que no lo probábamos casi era porque no nos gustaba demasiado, pero no por miedo. Recuerdo un sábado, andábamos por el puente de Vallecas de vuelta a casa, y una de las chicas, que llevaba en el cuerpo la mezcla del alcohol y la temeridad de la juventud pasó las dos piernas al otro lado de la barandilla para colgarse del puente y ver los coches pasar por debajo. Decía que quería suicidarse, porque casi todas las jóvenes de entonces decían que morirían jóvenes. Era una frase que uno consideraba muy interesante y que de momento te hacía misteriosa. Los jóvenes creen a menudo que aquello que dicen no lo ha dicho nadie antes. El caso es que cuando vio que podía caerse, empezó a gritar histérica y los chicos la auparon entre risas. Después lo vi en una película de Armendáriz, también en un puente de la M-30.

No teníamos miedo a las drogas. Simplemente el mundo se dividía en dos: los más listos las tomaban, y los más tontos no. Los más listos sabían donde pillarlas, y se atrevían a llevar una vida como esos grupos o solistas de rock que hacían alarde de su enganche, despreciaban la vida burguesa y nos hacían saber que poseían una lucidez a la que nosotros no llegábamos. Tomaban drogas con aires de profundidad, filosóficamente, porque algunos la hacían compatible con la militancia juvenil en un partido de izquierda. Entonces no se sabía cuál sería el final. No se sabía lo que era estar enganchado. Es más, yo no vi a ningún enganchado hasta algunos años más tarde, cuando me fui encontrando por la calle a sombras de aquellos chavales que habían sido amigos del barrio.

Realmente los padres no sabían nada de nosotros. Los padres controlaban la hora de entrada y la de salida. Fueron años raros los del principio de la transición. Años en los que los jóvenes no sabíamos nada y lo probábamos todo. Jóvenes de 15, de quince años. Cuando me acuerdo, me alegro de haber salido indemne de aquella época, de haber salido de la adolescencia, de no acordarme de aquello como de un momento glorioso, de ser consciente de lo ignorantes que éramos, de lo pequeños que éramos, me alegro de no haberme visto tentada por las drogas duras, porque entonces, el que empezaba seguía hasta el final. Y me alegro de haber esquivado las burlas de los más listos, los que lo probaban todo y te retaban por ello. Hoy, los padres sabemos algo más, pero esta época es más rara todavía que aquella, porque sabiendo tanto como sabemos, seguimos con el temor a reprender, a censurar. Por un lado, les damos una vida regalada como si fueran niños y por otro les dejamos actuar como si fueran adultos. Como adultos están los grupos de chavales que veo beber hasta el vómito en plazas del centro, algunos no deben tener más de 15 años; y niños parecen esos mismos chavales que hoy empiezan por primera vez el instituto. Que tengan suerte, y que tengamos la astucia de saber ayudarles.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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