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Crítica:DANZA - 'GISELLE'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Vigencia y respeto por el estilo

La cita anual en el coliseo de la calle de la Paz, en Madrid, ha recibido una calurosa respuesta del público, y estas primeras funciones de la temporada, que durará hasta el 25 de este mes de septiembre, demuestran las ansias del público militante por el ballet académico. La compañía titular cubana de ballet antes se preciaba de no aceptar hacer funciones fuera de la isla con bailarines extranjeros, pues se bastaba con sus propias figuras. Las cosas han cambiado dramáticamente.

Para empezar su temporada madrileña, Alicia Alonso ha dado un interesado golpe de efecto al invitar a un grupo de bailarines españoles que desarrollan sus carreras solistas por el mundo, idea en sí misma loable, pero que en este caso viene dado por un afán redentorista y por la pretensión de implantar a toda costa la Escuela Cubana en la Península.

Ballet Nacional de Cuba

Giselle: Coralli - Perrot - Petipa - Alonso / Adam-Minkus. Teatro Albéniz, Madrid. Del 1 al 5 de septiembre.

El ballet clásico en España agoniza para siempre, y ninguna aparición mariana lo salvará de su desastre. Otra cosa es que hay un grupo de grandes artistas regados por ahí, triunfando, en los primeros puestos de las mejores compañías. La idea de reunirlos no es nueva, se hace a veces con mayor fortuna (como recientemente ocurrió en el Festival de Santander) o como ahora, donde prisas y pocos ensayos han proporcionado funciones poco redondas, aunque con cierto interés.

El Ballet Nacional de Cuba se presenta esta vez un poco mejor en su empaque, y esto sucede desde que las riendas son llevadas en cuanto a los clásicos por Josefina Méndez, ex bailarina, gran estrella ella misma y reputada repositora, y por la pujanza de una última generación de bailarines donde se vislumbra calidad y deseos de hacerlo bien.

Zurcir un traje

No es del todo justo culpar de descuido a los cubanos por el mal estado de la escenografía y el vestuario, que simplemente están viejos y debieran ser sustituidos; ahora bien, siempre se puede y con mucho orgullo zurcir un traje o remendar la rasgadura de un telón. Lo mismo sucede con la grabación musical, que, sin entrar en su calidad técnica, resulta excesivamente lenta o rápida a destiempo, desvirtúa el principio mismo del adagio y, así, los tempos naturales de la partitura (responsables en parte de los acentos del baile) desaparecen, con lo que se resiente el estilo mismo de la obra.

Y una vez que hemos llegado al estilo, hay que decir que lo que ofrecen hoy los cubanos como pureza del romanticismo es más que nada un esquema con bastante anquilosamiento.

Pensemos en la época dorada del filme homónimo, de los premios en París. Todo esto ha sido transmitido con palidez, sin tener en cuenta el paso del tiempo. Ahora se precisa salvar del naufragio ese rico y bello patrimonio, pero ¿quién y cuándo lo hará?

Centremos el comentario en algunos de los invitados, verdaderos responsables de estas veladas y los que han sacado adelante las representaciones.

María Giménez empezó su función con algunas dudas que superó rápidamente, y finalmente gozó de concentración y musicalidad.

Ygor Yebra hizo una buena función, se entregó y se le sintió seguro, su baile fue sentido y atento, con una coda del segundo acto que levantó al público de sus butacas; estuvo acompañado el bilbaíno por la criolla Galina Álvarez, que en ese segundo acto consiguió momentos de altura.

Por fin, la función de más fuste llegó con Tamara Rojo, sofisticada, exquisita en su aparente fragilidad, resulta aplastantemente segura en lo técnico; su lectura del personaje ondea entre lo sublime cinematográfico y lo trágico. Su partenaire fue Jorge Vega, que, sintiéndose motivado por la española, mostró su nobleza.

El público se mostró cálido con todos los artistas.

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