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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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El suicidio de una nación

Lo que ocurre en Venezuela es triste, pero no sorprendente. Ha ocurrido muchas veces en la historia de América Latina, y, al paso que van algunos países del nuevo continente, volverá a ocurrir: decepcionados con una democracia incapaz de satisfacer sus expectativas y que a veces empeora sus niveles de vida, amplios sectores de la sociedad vuelven los ojos hacia un demagógico "hombre fuerte", que aprovecha esta popularidad para hacerse con todo el poder e instalar un régimen autoritario. Así pereció la democracia peruana en abril de 1992 con el golpe de Estado fraguado por el presidente Fujimori y las Fuerzas Armadas enfeudadas al general Bari Hermoza y el capitán Montesinos, y así ha comenzado a desaparecer la venezolana bajo la autocracia populista del teniente coronel Hugo Chávez.Que la democracia en Venezuela funcionaba mal, nadie se atrevería a negarlo. La mejor prueba de ello es que un coronel felón, traidor a su Constitución y a su uniforme, esté en la Presidencia del país, ungido por una votación mayoritaria de sus compatriotas, en lugar de seguir en la cárcel cumpliendo la condena que le impuso la justicia por amotinarse contra el Gobierno legítimo que había jurado defender, como hizo el teniente coronel Chávez en 1992. Fue el presidente Rafael Caldera quien lo puso en libertad, apenas a los dos años de prisión, en un gesto que quería ser magnánimo y era, en verdad, irresponsable y suicida. El paracaidista salió del calabozo a acabar por la vía pacífica y electoral la tarea de demolición del Estado de Derecho, de la sociedad civil y de la libertad que el pueblo venezolano había reconquistado en gesta heroica hace cuarenta y un años derrocando a la dictadura de Pérez Jiménez.

La acción de Caldera no sólo fue desleal con los electores que, todavía en aquella época, apoyaban mayoritariamente el sistema democrático y habían repudiado el intento golpista que pretendía imitar el ejemplo peruano. Lo fue también con los oficiales y soldados de las Fuerzas Armadas de Venezuela que, fieles a sus deberes, se negaron a apoyar el putch del año 92 y -perdiendo algunos sus vidas en ello- derrotaron a los facciosos, dando así un ejemplo de conducta cívica a las instituciones castrenses de América Latina. ¿Qué pensarán hoy día de lo que ocurre a su alrededor esos militares constitucionalistas viendo cómo el ex-putchista asciende y coloca en altos cargos de la administración y del Ejército a sus cómplices de la conjura golpista? Pensarán, claro está, que, con dirigentes de esa estofa, aquella democracia no merecía ser defendida.

Como el teniente coronel Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales, y acaba de ganar de manera abrumadora las convocadas para la Asamblea Constituyente -en la que su variopinta coalición, el Polo Patriótico, ganó 120 de los 131 escaños- se dice que, aunque sea a regañadientes, hay que reconocerle legitimidad democrática. Lo cierto es que la historia de América Latina está llena de dictadores, déspotas y tiranuelos que fueron populares, y que ganaron (o hubieran podido ganarlas si las convocaban) las elecciones con que, de tanto en tanto, se gratificaban a sí mismos, para aplacar a la comunidad internacional o para alimentar su propia megalomanía. ¿No es ése el caso de Fidel Castro, decano de caudillos con sus cuarenta años en el poder? ¿No lo fue el del general Perón? ¿No lo ha sido, hasta hace poco, el de Fujimori en el Perú, a quien el pueblo premió, según las encuestas, con una violenta subida de la popularidad cuando hizo cerrar el Congreso por los tanques? El dictador emblemático, el Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, gozó de aura popular y es probable que el pueblo dominicano hubiera despedazado a sus ajusticiadores si les echaba la mano encima la noche del 30 de mayo de 1961. Que un número tan elevado de venezolanos apoye los delirios populistas y autocráticos de ese risible personaje que es el teniente coronel Hugo Chávez no hace de éste un demócrata; sólo revela los extremos de desesperación, de frustración y de incultura cívica de la sociedad venezolana.

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Que en esta situación tienen buena parte de culpa los dirigentes políticos de la democracia es una evidencia. Uno de los países más ricos del mundo gracias al petróleo, es hoy día uno de los más pobres, debido al despilfarro frenético de los cuantiosos ingresos que producía el oro negro, deporte en el que rivalizaron todos los Gobiernos, sin excepción. Pero, más que todos, el de Carlos Andrés Pérez, quien se las arregló, en su primer mandato, para volatilizar los vertiginosos 85 mil millones de dólares que el petróleo ingresó en las arcas fiscales. ¿En qué se iban esas sumas de ciencia ficción? Una parte considerable en los robos, desde luego, inevitables en un Estado intervencionista y gigantesco gracias a las nacionalizaciones, donde el camino hacia el éxito económico no pasaba por el mercado -los consumidores- sino por las prebendas, privilegios y monopolios que concedía el principal protagonista de la vida económica: el político en el poder. Y, el resto, en subsidiarlo todo, hasta el agua y el aire, de manera que Venezuela no sólo tenía la gasolina más barata del mundo -valía menos que lo que costaba trasladarla a los puestos de venta-; también se daba el lujo de importar del extranjero el ochenta por ciento de los alimentos que consumía y de convertirse, un año, en el primer país importador de whisky escocés. Ese sueño de opio en que vivía la Venezuela adormecida por el sistema de subsidios cesó cuando los precios del petróleo cayeron en picada. El despertar fue brutal. El gobierno -el segundo de Carlos Andrés Pérez, para mayor paradoja- se vio forzado a desembalsar los precios, que subieron hasta las nubes. El pueblo, desconcertado, sin entender lo que ocurría, se lanzó a las calles a saquear supermercados. Desde el caracazo todo ha ido empeorando, hasta llegar al coronel paracaidista, quien asegura a los venezolanos que la lastimosa situación del país -el PIB cayó en 9,9% en los últimos tres meses, y en ese mismo periodo la recesión pulverizó medio millón de puestos de trabajo- se acabará cuando desaparezcan los corruptos partidos políticos y los ladronzuelos parlamentarios se vayan a sus casas, y una nueva Constitución le garantice a él la fuerza para gobernar sin estorbos (y para hacerse reelegir). Para facilitarles el trabajo, el teniente coronel Chávez ha entregado a los flamantes miembros de la Asamblea Constituyente un proyecto de la nueva Carta fundamental, y la orden perentoria de que lo aprueben en tres meses. Uno se pregunta para qué semejante pérdida de tiempo, por qué el teniente coronel no la promulgó ipso facto, sin el trámite de los robots.

Lo que ha trascendido de esta nueva Constitución es un menjunje que refleja 1a confusión ideológica de que el teniente coronel Chávez hace gala en sus aplaudidas peroratas: la economía será "planificada" y "de mercado", y considerados traidores los empresarios que no reinviertan sus ganancias en el suelo patrio. Queda "prohibida la usura, la indebida elevación de los precios" y "¡todo tipo de maniobras que atenten contra la pulcritud de la libre competencia!". ¿Por qué razón esta puntillosa Constitución no prohíbe también la pobreza, la enfermedad, la masturbación y la melancolía?

El teniente coronel Chávez, como muchos personajes de la especie que representa -el caudillo militar-, tiene la peregrina idea de que la sociedad venezolana anda mal porque no funciona como un cuartel. Éste parece ser el único modelo claro de organización social que se delinea en los deletéreos discursos con que anuncia la futura República Bolivariana dePasa a la página siguiente Viene de la página anterior Venezuela. Por eso ha trufado los entes públicos de militares, militarizado la educación pública y decidido que las Fuerzas Armadas participen desde ahora, de manera orgánica, en la vida social y económica del país. Está convencido de que la energía y disciplina de los oficiales pondrán orden donde hay desorden y honradez donde impera la inmoralidad. Su optimismo hubiera sufrido un rudo traspiés si hubiera estudiado los ejemplos latinoamericanos de regímenes militares y advertido las consecuencias que trajeron a los países-víctimas semejantes convicciones. Sin ir muy lejos, al Perú, donde la dictadura militar y socializante del general Juan Velasco Alvarado (1968-1980), que hizo más o menos lo que él se propone hacer en Venezuela, dejó un país en la ruina, sin instituciones, empobrecido hasta la médula y con un Ejército que, en vez de haber regenerado a la sociedad civil, se había corrompido visceralmente a su paso por el poder (los casos de Bari Hermoza y Montesinos no serían concebibles sin aquella nefasta experiencia).A diferencia del Perú, cuya suerte no le importa mucho a la comunidad internacional, que ha visto con una curiosidad irónica -y a veces cierta complacencia- la implantación del pintoresco régimen autoritario y corrupto que allí impera, Venezuela es, gracias a su mar de petróleo, demasiado importante como para que aquélla se cruce de brazos mientras este país se va al abismo al que la demagogia y la ignorancia del teniente coronel Hugo Chávez lo conducirá si pone en práctica las cosas que pretende. Es probable, pues, que, en este caso, los organismos financieros internacionales, y los países occidentales, empezando por Estados Unidos -que importa buena parte del petróleo venezolano y es consciente de la desestabilización que a toda la región traería una dictadura sumida en el caos económico en Venezuela- multipliquen esfuerzos para moderar los excesos voluntaristas, verticalistas y planificadores del estentóreo caudillo, y exijan de él, en política económica, un mínimo de sensatez. De manera que en este dominio acaso no todo esté perdido para el sufrido pueblo venezolano. Pero que haya o no democracia en Venezuela le importa una higa a la comunidad internacional, de manera que ésta no moverá un dedo para frenar esa sistemática disolución de la sociedad civil y los usos elementales de la vida democrática que lleva a cabo el ex golpista, con la entusiasta y ciega colaboración de tantos incautos venezolanos. Una siniestra nube negra ha caído sobre la tierra de donde salieron los ejércitos boliviarianos a luchar por 1a libertad de América, y mucho me temo que tarde en disiparse.

© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.

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