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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un año después

La frase más desafortunada oída en el debate del estado de la nación fue la de Anasagasti instando al presidente del Gobierno a hablar con los de HB, "que no muerden". En 1995, ETA intentó asesinar a Aznar; HB no sólo no condenó ese atentado, sino que asumió las razones de ETA para justificarlo. Anasagasti dijo también que el Gobierno criminaliza al nacionalismo vasco democrático por sus relaciones con HB. Lo dijo el mismo día en que se conocía la condena de uno de los asesinos del concejal sevillano del PP Jiménez Becerril y su esposa. El condenado, José Luis Barrios, es uno de los presos de ETA electos el día 13 en las listas de Euskal Herritarrok, marca electoral de HB y aliado del PNV. Tal vez sea conveniente hablar con HB; pero resulta ofensivo que quienes nunca han estado en peligro lo planteen como una obligación de quienes han estado y quizá estén todavía bajo amenaza. Como lo estaba Manuel Zamarreño, el séptimo concejal del PP asesinado por ETA. Hoy se cumple un año desde aquel atentado, el último mortal de ETA. Plazo suficiente para deducir que el alto el fuego era algo más que un movimiento táctico. Mejor dicho: para deducir que, al margen de sus intenciones reales, la iniciativa del alto el fuego abrió una dinámica que hace cada día más improbable la vuelta a las armas.

De los documentos internos que han ido conociéndose se concluye que ETA había tomado la decisión antes de que el PNV aceptara en Estella la apertura de un proceso constituyente. Desde comienzos de los años ochenta, en todos los intentos de diálogo del PNV la condición previa exigida por ETA para cualquier acuerdo era el reconocimiento de la inutilidad del Estatuto de Gernika y, por tanto, la necesidad de un nuevo proceso constituyente. En Estella se acepta eso por vez primera como base de un frente nacionalista. Se trataba de una concesión obvia, que permitía a ETA presentar el acuerdo como prueba de la eficacia de las armas para impedir la consolidación de la autonomía.

Lo extraordinario ha sido que aquella concesión in extremis destinada a facilitar el anuncio de tregua ha sido luego interiorizada por el nacionalismo democrático como su propia posición. De ahí la confusión reinante: la renuncia a la violencia ha permitido la reunificación de todos los nacionalismos sobre la base del programa del sector más radical, bajo la hegemonía política del más moderado. Se ha tejido una red de intereses y complicidades que favorece objetivamente la continuidad del alto el fuego. A cambio, ha fortalecido el ala independentista del nacionalismo a costa del ala autonomista, lo que plantea un problema político.

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Pero ya sin asesinatos. Aunque subsisten prácticas de extorsión y la amenaza de regresar si el proceso no avanza como ETA desea, la situación es mucho mejor que la de hace un año. Como en otros procesos similares, el ansia de adquirir respetabilidad, de ser considerados políticos de pleno derecho, es más fuerte que la inercia violenta. Ello permite adoptar algunas medidas no irreversibles -en materia penitenciaria, por ejemplo- que favorezcan la consolidación de la paz. Contra lo que dijo Anguita en el debate, no hay contradicción entre la negativa a negociar con ETA de hace un año y la disposición a dialogar con sus representantes tras un año sin muertos. Así lo planteaba expresamente el Pacto de Ajuria Enea: "Actitudes inequívocas" de abandono definitivo de la violencia.

El contenido de ese acuerdo no avala la pretensión de concesiones políticas a ETA o de apertura de un proceso constituyente. Por el contrario, proclama que el Estatuto es "la expresión de la voluntad mayoritaria" de los vascos y remite al "marco parlamentario" la defensa de cualquier reivindicación ulterior. Es incoherente reclamar respeto para lo que pueda decidir el pueblo vasco en el futuro y no respetar lo que ha decidido y confirmado durante 20 años.

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