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La identidad

PEDRO UGARTE Pocas palabras habrá más proscritas en la terminología política de la comunidad autónoma vasca que "identidad", y pocas alcanzan una adhesión más acalorada y general que "pluralidad". Por supuesto, no se trata de que los conceptos se entiendan del mismo modo según quién los pronuncie. El discurso político contemporáneo crea cada década sus propias palabras talismán, obliga a todo el mundo a posicionarse en relación con ellas y como, por otra parte, no se constriñen a ningún programa académico de ciencia política, uno puede abrazarlas (y abrazar, en consecuencia, el discurso más en boga) y a continuación llenarlas del contenido adecuado a su propia ideología. Como el que escribe también se apresura a considerarse plural parece necesario definir qué se entiende por ello. El discurso de la pluralidad surgió (y así debe interiorizarse en democracia) para contrarrestar un perverso efecto: que una o varias fuerzas políticas se arrogaran la representación del país y consideraran al resto de las mismas y a sus votantes "elementos extraños" a ciertas vagas esencias cuya interpretación, por supuesto, también se reservarían los primeros. La insistencia en la pluralidad quiere recordar, en consecuencia, la legitimidad de todas las ideas políticas, de todos los proyectos, en la configuración del futuro, y la implícita demanda de contar con ellos a la hora de trazar los fundamentos del ordenamiento jurídico, de la economía y de la siempre conflictiva simbología de un país o un territorio. La conciencia europea ahonda en esa pluralidad y la exige con ánimos aun redoblados. Afortunadamente se ha extendido la certidumbre de que los elementos de identificación de una persona o de un grupo político con determinado territorio se establecen en términos relativos y no absolutos: así, uno puede sentirse ciudadano de su pueblo; y vizcaíno o alavés o guipuzcoano, y vasco, y español, e incluso europeo, sin que ese abanico de posibilidades se excluyan entre sí. En la comunidad autónoma vasca, por cierto, el elemento "vasco" es generalmente compartido, y en consecuencia el más integrador, mientras que quizás el "europeo" aún suscita algunas dudas, y es el elemento "español" el que sin duda desencadena mayores turbulencias, el que, de uno u otro modo, nos divide. Los partidos autodenominados constitucionalistas (que no significa que defiendan en sí mismo el sistema político constitucional, sino las disposiciones de una Constitución concreta) han incidido especialmente en el discurso de la pluralidad. Y hay que creer que lo profesan con sinceridad absoluta. Hay que suponer, en consecuencia, la desazón que debe invadirles cuando sus correligionarios navarros parecen completamente impermeables a él. Las últimas conversaciones entre el Partido Socialista de Navarra y Unión del Pueblo Navarro aluden al "preocupante" ascenso electoral del nacionalismo vasco en la comunidad foral y a la necesidad (la referencia ha sido explícita en el caso del presidente Miguel Sanz) de "defender la identidad de Navarra". Muchos honestos constitucionalistas, supongo, se revolverán de indignación ante el reforzamiento de ese discurso identitario, fundamentalista y esencialista (su lenguaje siempre ha sido diáfano a estos efectos), que propone un proyecto político excluyente y niega, de hecho, la posibilidad de un marco integrador donde todos los navarros, incluidos los de conciencia nacional vasca, puedan sentirse cómodos y no considerados traidores a alguna vaga identidad que otros definen. Porque uno se resiste fieramente a considerar la otra alternativa: que para determinados partidos el imperativo moral de ser "plurales" corresponda sólo a los demás y que a ellos les bastaría alcanzar en el País Vasco determinadas mayorías para, en un ejercicio de prestidigitación política, decretar del mismo modo cuál es la identidad que todos deberían asumir a partir de ese momento.

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