_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Acusación particular

En la calle Embajadores, número 62, del madrileño barrio de Lavapiés, hay una comunidad de vecinos cómplices de asesinato. Una noche de hace pocos días, un niño de cinco años murió apaleado en su domicilio, la dirección que les digo. La madre y su "compañero sentimental" (dos palabras como dos bofetadas: crueles ironías del lenguaje) fueron detenidos bajo la acusación de matar al niño a golpes. Tenía rotas las costillas, los ojos amoratados, tenía heridas las manos y quemaduras por todo el cuerpo, estaba desnutrido. Un fuerte golpe en la cabeza y otro en la frente provocaron el pequeño final de su larga agonía. Cinco años. Murió de soledad. Yo acuso a los vecinos de la calle Embajadores, número 62. El médico que acudió a la llamada recibida en el 061 lloró, sentado en la escalera de esa casa culpable, una vez que encontró el raquítico cadáver de la inocencia tirado en un pasillo salpicado de sangre. Lo contaron los vecinos. Los vecinos contaron a los periodistas cuanto sabían, con todo lujo de detalles. Los vecinos, culpables y morbosos. Porque los vecinos de la calle Embajadores, número 62, según contaron ellos mismos a los periodistas, nunca habían visto al niño asesinado, ya que jamás le sacaban de casa (aunque sí a un hermano menor, hijo de la pareja acusada), pero sabían de su existencia por sus gritos "aterradores, tristes y vacíos", que oían por el patio. Son palabras de una tal Emilia. Y también: "El pequeño gritaba: "¡Mamá, no me pegues!". Muy elocuente con los periodistas la vecina Emilia. Nadie avisó jamás a la policía para denunciar aquel aberrante abuso, aquel atroz sufrimiento, aquella horripilante soledad. Un niño de cinco años, rodeado de vecinos madrileños, se encontraba absolutamente solo y encerrado en su minúsculo e inconmensurable infierno. Seguro, Emilia, que sus gritos aterradores y tristes te llamaban, a ti, personalmente. "Si la madre no lo denunciaba, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros?", se preguntaba, ante los periodistas, otro vecino, un tal José Alberto. Yo no sé si el retórico José Alberto vio el cadáver del niño. Supongo que sí... La respuesta a tu pregunta, José Alberto, es tan simple como un pequeño cuerpo apaleado unos tabiques más allá de tu televisor. Así que yo acuso a una tal Emilia, a un tal José Alberto y a todos los vecinos de la calle Embajadores, número 62. Les acuso de impiedad, de insensibilidad, de crueldad, de irresponsabilidad, de omisión de socorro, de egoísmo, de cobardía y de hipocresía. Les acuso de complicidad en uno de los crímenes más horribles que se pueden cometer: el de asesinar, a golpes y a soledad, a un niño. Qué fácil hubiera sido, Emilia, qué rápido hubiera sido, José Alberto, marcar a tiempo, y aún de manera anónima, tres números en un teléfono. Desde luego, si yo hubiera vivido en la calle Embajadores, número 62, y no hubiera marcado esos tres números, jamás podría volver a mirarme en un espejo. Un espejo de lo que es la hipocresía social (que continúa en las comunidades de vecinos, en los colegios, en los centros de trabajo, en cualquier círculo de relación, pero que comienza dentro de las propias familias) es la nueva película producida por el lúcido Dogma 95, dirigida por el brillante danés Thomas Vinterberg, titulada Festen (Celebración) y que se proyecta actualmente en el viejo cine Alphaville. Si a alguien le parecen exageradas mis acusaciones, que vaya a verla. Es una obra de maestría cinematográfica y una obra maestra contra el silencio culpable. A la familia, a la comunidad, a la sociedad, a la tribu, no le gusta ser "intimidada" por sus víctimas, no le gusta verse implicada en asuntos desagradables (innombrables) que distorsionen el armonioso discurrir de su festín, no le gusta ver ni oír lo peor, presente aunque escondido. La víctima es repudiada, marginada, acusada de fantasía, de locura y hasta de falta de consideración con sus semejantes. Contra lo incómodo de la víctima, el silencio, la traición, los buenos modales, las intachables apariencias. Debajo de los manteles impolutos, la mierda familiar. Hasta que llegan las cámaras y graban la verdad. Hasta que llegaron las cámaras, los vecinos de la calle Embajadores, número 62, no dijeron la verdad. Cómplices y morbosos. Y, entretanto, un niño de cinco años murió de golpes y de soledad.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_