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LA CASA POR LA VENTANA Habrá vida después de Zaplana JULIO A. MÁÑEZ

Ver el tándem bicicletero de David Hammerstein y Mara Cabrejas arrollando palomas en la plaza de la Virgen a media tarde no es la menor de las diversiones de una campaña electoral tan parecida a tantas otras que los contendientes ni siquiera nos ahorran esta vez aquello de que en esta ocasión nuestro voto es decisivo, como si no lo fuera siempre y de una vez por todas en todas las campañas de este mundo, bien entendido que la bondad y hasta la importancia de ese carácter decisorio la hace descansar cada una de las formaciones, por abreviadas que sean, en que el ciudadano se persuada de que la demanda proviene de la mejor de las agrupaciones políticas posibles, por lo que el elector poco avisado bien puede convertirse en víctima de la tentación de agradar a quienes de esa manera le halagan. Es posible que no todos los políticos sean iguales, incluso contando en sus filas con Carlos Fabra, pero basta con verles con todo al aire en pleno frenesí electorero para ratificarse en que se trata, ante todo, de políticos, incluidos esos grupos minoritarios, en general los más disconformes con el actual estado de cosas, que prometen cambiarlo todo si se les abre el camino hacia unas instituciones que les impedirán modificar gran cosa. El ciudadano está autorizado a preguntarse para qué diablos debe contribuir a elegir a unos representantes que se apresurarán a defender sus propios intereses o los de su formación política a cuenta de los presupuestos públicos en cuanto tengan ocasión y antes de retirarse de la política -los menos- para dedicarse a lo mismo por otros medios gracias a la notable ampliación de relaciones que depara el paso por cualquier cargo de influencia. Ni siquiera es seguro que las cosas pudieran ser de otra manera. El rito de la democracia podría renovarse cíclicamente en las campañas electorales -que es cuando la demanda del voto al ciudadano sustancia la idea que preside el procedimiento-, incluso es posible que el carácter cíclico de la consulta funcione más como celebración ilusoria de las virtudes que se le atribuyen que como oportunidad concedida al ciudadano para revocar una confianza dispensada tres o cuatro años atrás. Pero qué le vamos a hacer si los políticos y su todo vale en campaña electoral se bastan para arruinar cualquier pretensión de encontrarnos ante una contienda digna y en favor del debate por la feliz prosperidad de las personas que la animan. La campaña en marcha desestima más que suscita este tipo de reflexiones, y la política de gestos contamina el gesto particular de cada una de las intervenciones de los candidatos. Hay que ver a Zaplana, tratando de ser cariñoso con un niño que se le ofrece para que lo besuquee, convertido en un patoso que sacude al pequeño con palmaditas en la espalda como si fuese uno de esos amigotes con los que acaba de cerrar un negocio. O no le gustan mucho los niños a este hombre, o no sabe qué demonios hacer ante ellos, o -hipótesis más verosímil- no entra en sus cálculos la probabilidad de tener que pedir el voto en un futuro a ese chiquillo. Es cierto que Rita Barberá podría pasar por pescatera del Mercado Central sólo con ceñir el mandil a su vestido rojo, incluso podría presidir la cooperativa del gremio, pero esa alentadora circunstancia no la autoriza a tratar a esas animosas mujeres como personal a su servicio, lo mismo que Héctor Villalba se pasa de caballerosidad fingida cuando besa la mano verdulera de otras empleadas de mercado. El detalle más fino de lo que va de campaña lo ha protagonizado el señor Álvarez Cascos manoseando la textura de las prendas expuestas en una tienda de lencería femenina, no se sabe todavía con qué telúrico propósito, por no mencionar a una izquierdosa Rosa Aguilar que se las arregla tan ricamente para coexistir con un osazo de peluche, una barata reproducción del Guernica y ella misma en el saloncito de su casa. La fe os hará horteras. Si la invitación al desánimo no se instala de una vez en la melancolía es porque las trapacerías de Aznar y sus muchachos son de tal calibre y tan indefendibles en cuanto tratan de exponer los detalles de su programa que sus terminales periféricas han optado con prudencia por enfriar la campaña, no vaya a ser que se les entienda todo y la caguen ante un electorado un tanto mosca a estas alturas. Ganarán más diciendo menos, sobre todo en los casos de Matutes y del ahora enmudecido Antonio Lis. Así que oscilan entre una autoindulgente exposición de regocijo ante la magnitud de sus realizaciones y la tranquilizadora advertencia de que todavía queda mucho por hacer, por si acaso el ciudadano obra cuerdamente y considera estrafalario votar a quienes alardean de tenerlo todo hecho. Cuánto peligro.

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