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El sentido de la historia

Cuando éramos estudiantes universitarios estaba de moda hablar del "sentido de la historia", era una frase que no se nos caía de la boca y todos los acontecimientos políticos, por insignificantes que pareciesen, se clasificaban inmediatamente en los que iban a favor o en contra de la historia. Se daba el caso de que incluso estos últimos favorecían a aquéllos, y, a dicho efecto, se inventó aquello de "cuanto peor, mejor".Por lo demás, la creencia de que la historia tiene un sentido es muy antigua y está estrechamente vinculada a una historia occidental donde no se ha podido vivir sin una filosofía de la historia que echarse a la mano y que sirviese para interpretar los acontecimientos en curso. En los primeros siglos cristianos esas interpretaciones eran de carácter providencial y el hermeneuta se convertía en un escrutador de los designios de la Providencia. A partir de la Ilustración, la filosofía de la historia adquiere un carácter racional y ya no se trata tanto de descubrir un destino como de imponerlo: el hombre ha adquirido mayoría de edad y se ha hecho dueño del futuro, basándose en la capacidad racional del hombre para realizar proyectos mediante el uso de la razón. El fatum del destino se convierte en utopía al alcance de la mano, perfectamente posible mediante la libertad gobernada por la razón. Así surge la Revolución Francesa, que conseguirá el igualitarismo político mediante la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y, más tarde, la Revolución soviética, que tratará de convertir la democracia formal en "socialismo real". Hoy sabemos que esas utopías no pueden conseguirse sin violencia y, de hecho, la violencia ha sido protagonista de una "modernidad" que impone por la fuerza el proyecto de la Razón pura. Racionalismo es radicalismo, y, de hecho, no se entiende la subversión del orden social que predica sin una revolución que lo imponga imperiosamente, sea por la guillotina, las bayonetas napoleónicas o la dictadura del sóviet.

Pero hoy estamos en tiempos de "posmodernidad" y sabemos que la historia se escapa al dominio del hombre. La caída del muro de Berlín en 1989 -si no lo hubiéramos sabido antes por otros síntomas- lo ha puesto de manifiesto de modo contundente. Se ha llegado a hablar del "fin de la historia", aunque hoy sabemos que esto es sólo una frase ingeniosa: los acontecimientos que estamos viviendo en Kosovo, protagonizados por la antigua Yugoslavia, lo predican claramente. Pero lo que sí ha quedado claro, aunque la historia no tenga un fin, es que ésta carece de un sentido propio y específico por sí misma, ni admite que el hombre la manipule y dirija a su antojo. Estamos no ante el fin de la historia, sino ante el fin de la creencia en el "sentido de la historia". La historia no tiene sentido, en contra de lo que muchos de nosotros pensábamos cuando éramos jóvenes, y eso lo pone de manifiesto el fracaso de las revoluciones que hemos visto en este siglo, y con él, el fracaso también de las grandes utopías: llámese ésta "sociedad sin clases" o Estado de bienestar. Estamos viviendo esta situación en la actual guerra de los Balcanes, donde el nacionalismo exacerbado de la Gran Serbia está protagonizando el gigantesco fracaso de un pueblo que ha querido gobernar y dirigir la historia en función de sus propios intereses. El monopolio del "sentido de la historia" no lo tiene nadie, porque -como antes decíamos- probablemente éste no existe. Ahora bien, si esto es así, ello nos obliga a reflexionar y replantear muchas de las creencias seculares que hemos tenido por verdades inconclusas hasta hace poco, para dejar claros algunos principios que gobiernen las relaciones internacionales en un mundo crecientemente globalizado e interdependiente. Se ha hablado de un Nuevo Orden Internacional tras el fin de la guerra fría, pero esto no puede confundirse con la hegemonía de una sola potencia, que es lo que hasta ahora estamos viviendo. Entre esos nuevos principios a que me refiero creo que algunos están ya admitidos, al menos en la práctica. Por ejemplo, la creencia de que la soberanía es intangible hasta el punto de permitir realizar bajo su cobertura torturas, genocidios, limpiezas étnicas y toda clase de conductas que violen sistemáticamente los derechos humanos. Éstos se han convertido ya de hecho en el principio supremo e inspirador de toda conducta política.

La relativización del antiguo y sacrosanto derecho a la soberanía consagra el derecho a la intervención, como ahora se está practicando. Es precisamente aquí donde hay que poner los puntos sobre las íes, pues, según mi opinión, ningún derecho a intervenir puede ejercerse unilateralmente por un país o bloque de países, sino que debe ser respaldado institucionalmente por un organismo internacional; esto es, la ONU. Aquí es donde se ha cometido el error más grave en la actual guerra. Se ha invocado por la OTAN que el veto de Rusia en el Consejo de Seguridad hubiera impedido la intervención, pero eso no justifica que se haga unilateralmente, como se ha hecho. Por el contrario, está poniendo de manifiesto la necesidad urgente de modificar dicho organismo, que sigue viviendo anacrónicamente bajo los supuestos de la guerra fría, cuando ésta ha desaparecido hace ya diez años.

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Por último, una consideración suplementaria, derivada de uno de los hechos fundamentales, que ya hemos empezado a vivir, pero que va a ser protagonista del siglo XXI, y es la existencia de numerosos pueblos o etnias -kurdos, armenios, mongoles, palestinos, etcétera- que carecen de organización política autónoma, pero que tienen derecho a una existencia digna. Es el tema de una identidad cultural propia de esas entidades colectivas, que exigen, a su vez, una cierta autodeterminación. La cuestión es delicada y pone de manifiesto que las grandes decisiones políticas internacionales no pueden dejarse exclusivamente en manos de los políticos o los militares, con sus miras unilaterales y estrechas. En los organismos internacionales -y de forma muy particular en esa futura ONU que es tan necesaria- tendrá que haber expertos -antropólogos, sociólogos, psicólogos, ergónomos, prospectistas- que emitan informes, hagan evaluaciones y den consejos a la hora de tomar decisiones que afectan a colectividades humanas de muchos miembros. Sólo así podremos, no dirigir la historia, que se ha demostrado imposible, sino imprimirle una dirección más justa y humana.

José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

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