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Tribuna
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El aficionado y la infancia

Tengo que volver al terreno de la infancia, a una cálida noche de verano en especial, y saber de mi padre, de mi hermano en esas fechas mucho más pequeño, y de un servidor que certifica, apostados como estábamos en un tendido de Las Ventas, con la merienda-cena entre las manos, la risa presta y el regocijo en su punto. Mientras, en el ruedo, la llamada charlotada repartía delicias, quiebros inverosímiles, tiernas bravatas y pescozones de arte, pellizcos bufos a vaquillas y añojos.Mi hermanillo era una fiesta de risas que alborotaba a cuanto espectador cercano hubiese, y mi padre y yo le mirábamos reírse y la diversión era múltiple y común. Como si en su asombro y carcajada de nubes y estrellas fugaces estuviera la alegría y el misterio de la fiesta que en el coso se oficiaba.

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Es mi hermano, decía yo con una sonrisa y sin palabras a mi alrededor. Es mi hijo, informaba a los parroquianos mi padre con una alegría dibujada en feliz golosina y prendida a cada oreja. En el ruedo, mientras tanto, la divertida síntesis de burla, magia y sorpresa.

Sin embargo, lo que en la arena sucedía era perfectamente serio. Aunque pudiera quien fuera matarse de risa, ahuyentando cualesquiera tipo de fantasmas y telarañas, y reconocerse ante el infortunio y el dislate de la cotidiana existencia. La embestida caprichosa del jefe o el funcionario municipal, a quien se da un doble quiebro verbal para evitar la amonestación o multa, a la par que se queda uno bien colocado para estar sin ser, desaparecer sin diluirse en la nada.

La charlotada es un espectáculo taurino menor, vale, pero metáfora desternillante de una representación, la corrida de toros, en donde nada va a ser gratuito, aun por ser tantas veces y fiestas de guardarse un fraude. También es rito de iniciación en el arte de birlibirloque, sus reglas y razones.

Ya se ha dicho en circunstancias variadas, de tantos y buenos toreros que han ido en la parte seria de estas películas cómico-taurinas. Reseñamos a Manolete y Ortega Cano. Es en el último capítulo del festejo, en el que un becerrista vestido de luces, torero en ciernes, aplica las reglas de la tauromaquia. Qué maravilla de escuela.

Por eso, así que pasen años y gobiernos, aquellos nocturnos acontecimientos circense-taurinos en Las Ventas, en la era primordial de mi infancia, siempre me iluminarán, junto a la contagiosa carcajada infantil de mi aquel hermanillo: ahora ya los dos frisamos la época dorada de la madurez, ya me dirán, y la diferencia pues importa menos.

En aquellas cálidas noches de verano, ahora lo sé, está el rastro de mi seriedad, orgullo y sereno golpe de pupila, presto a la sentencia apasionada. Empezaba a preparar oposiciones al cuerpo oficioso de aficionados. Mas sucede que nunca se aprueba ni suspende lo que el corazón admite y sueña.

¿Por qué entonces en las noches de verano ya no hay en Las Ventas charlotadas? ¿Dónde duerme mi infancia? ¿Qué es ser aficionado si no hay titulación que valga, aunque todos y sin faltar ni uno dispensen calificaciones peregrinas desde su altar particular, incienso y conocimiento? Qué buen torero hubiera sido Buster Keaton.

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