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Cervantes vive

En este lugar de La Mancha cuyo nombre es Madrid, hace cuatro siglos que vive con nosotros ese padrastro nuestro que perdona o disimula todas nuestras faltas de lectores carísimos, desocupados lectores, lectores suaves. No somos hijos legítimos de ese amor que pone una venda en los ojos del padre y le hace ver lindezas en sus hijos feos. Somos, como don Quijote, producto del indomable orden, del desvariado ingenio de la Naturaleza, que puede engendrar un hijo "seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios". Así fue por los siglos de los siglos antes de que la imaginación de un alcalaíno, Miguel de Cervantes, pusiera a nuestro espíritu el enjuto perfil de la locura y diera a nuestros ojos el rictus dislocado de los sueños. Así ha seguido siendo, siglo tras siglo, después de que este autor del alma humana nos dotara del peso suficiente de esa panza de Sancho que otorga a nuestros pasos la gravedad que impide un vuelo demasiado insoportable. Gracias a ser Quijote vemos planear los ángeles en la Gran Vía y cómo baten sus alas, graciosos provocadores ("¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas?"), sobre las cabezas de los hambrientos alerta que escoltan a Cibeles; gracias a ser Sancho Panza ("Mire, señor, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga") cruzamos con cierta precaución los semáforos de la calle de Alcalá y subimos las solapas del abrigo para que no nos enferme más que de fantasía el viento de este abril tan frío. Desde hace tres años, para celebrar el Día del Libro se realiza en el Círculo de Bellas Artes una lectura ininterrumpida de Don Quijote. El pasado día 22, a las doce, el escritor Vargas Llosa inauguró con su voz esa alegre y solemne oración a la vida que es la conmemoración de la literatura. Tras él, como en una larguísima sucesión de ilusiones, como en una letanía que verificase la ficción, alrededor de 2.500 voces fueron pronunciando sin descanso ni necesidad, día y noche, las palabras que forman el retrato dual, Quijote y Sancho, de todos nuestros rostros. Inauditos y eternos, enamorados y bravos, feroces y alucinados, discretos, encantados, pendencieros, raros, razonables y descomunales, ridículos, dignos, valerosos, extravagantes y admirables, impertinentes y memorables, extraordinarios. Cervantes somos todos: sus palabras hacían, desde el Círculo, la voz única que forman lectores y escritores, niños y amantes, ancianos y adolescentes, ciegos con su ejemplar en braille, navegantes desde alta mar ("Marinero soy de amor"), viajeros desde China, insomnes en Australia o Guatemala. Una voz encadenada que se elevaba como un corifeo total por el cielo madrileño y se extendía, superando los límites de esta mancha en el mapa, como se extendía la mirada de Quijote más allá de los mensurables límites de la realidad. Mientras los demás dormían, comían, trabajaban, huían, se buscaban, se empeñaban, se dolían o se amaban, 2.500 personas, una tras otra, iban leyendo en alto las palabras que nunca dejan de estar diciéndose. Porque los libros hablan ya para siempre interminablemente, abiertos o cerrados, a voces o en silencio, nunca dejan de hablar.

A las 8.30 del día 24, un Quijote exclamó "van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale", pero en los oídos del mundo resonaba aún la estela del lamento de Sancho ("No se muera vuestra merced... La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía... Vámonos al campo vestidos de pastores... Quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada... y el que es vencido hoy será vencedor mañana"), Sancho el incapaz por fin de vivir sin el sueño de su amo, sin el drama feliz de la ilusión. Y entonces, cuando esas manos de algún Quijote cerraban el libro como para siempre, Cervantes disponía una vez más su pluma, inclinaba su torso inflamado de letras y empezaba de nuevo a relatar la historia de cada uno de nosotros, a describir la hazaña "del más casto enamorado y el más valiente caballero", que recoge sus cosas, sale del Círculo en dirección al Toboso y espera, mientras saluda con el pensamiento en los ojos a ángeles y a leones, a que se ponga en verde el semáforo Sancho de la confluencia entre la calle de Alcalá y la Gran Vía.

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