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EL FIN DE UN GUETO

Cuarenta años al margen

Un grupo de gitanos andaluces y extremeños sentó sus reales hace más de cuarenta años en un descampado de lo que hoy es la carretera de Villaverde a Vallecas. El poblado comenzó a conocerse como La Celsa. Aquellas familias levantaron sus chabolas de lata y cartón, sin luz ni agua corriente, en los límites de barrios como el Pozo del Tío Raimundo o Entrevías, donde muchos payos llegados de provincias devastadas por la guerra civil habían hecho lo mismo. Unos y otros formaban parte del cinturón de pobreza que rodeaba Madrid durante el franquismo. A comienzos de los años setenta llegaron a vivir en La Celsa más de 200 familias dedicadas al chatarreo, la venta en mercadillos y la recogida de cartón. Carecían de los servicios y atenciones más básicos y sólo contaban con el apoyo de la Asociación de Desarrollo Gitano, que denunció en numerosas ocasiones sus pésimas condiciones de vida.

Las movilizaciones vecinales de los años sesenta y setenta para dotar a los habitantes del extrarradio de viviendas dignas dieron su fruto. El Plan de Barrios en Remodelación, aprobado en 1979, supuso un cambio radical en barrios como El Pozo. Pero La Celsa quedó fuera de estos programas de realojamiento de chabolistas. Sólo los habitantes de una de sus calles, la de Manuel Jiménez, lograron que les sustituyeran las favelas por unos precarios prefabricados.

Los años ochenta fueron una época de luces y sombras para la barriada. Renació la esperanza de conseguir una vivienda digna porque las instituciones emprendieron un nuevo programa de realojamientos dirigido a aquellos chabolistas, muchos de ellos gitanos, que habían quedado fuera del Plan de Barrios en Remodelación. El nuevo plan se llamó Consorcio para el Realojamiento de la Población Marginada.

Pero se inició también una historia negra: la venta de droga. La heroína se convirtió en la gallina de los huevos de oro en poblados como La Celsa, donde la gente vivía de forma miserable.

Se trataba de un arma de doble filo que ha enriquecido a unos cuantos y ha aumentado el rechazo hacia todos los habitantes del núcleo por parte de los vecinos de los alrededores. Eso, sin contar los niños que llevan años criándose en medio de reyertas, heroinómanos destrozados, redadas policiales y hermanos y padres enganchados o presos. Los esfuerzos de los trabajadores sociales daban algunos frutos, pero se topaban de bruces con un ambiente ya muy degradado. Las protestas de los vecinos del Pozo se recrudecían. Los retrasos de los planes de realojamiento no contribuyeron a mejorar la situación del barrio. Las promesas de una vivienda digna para 1988 se incumplieron, y en 1992 quedó paralizada la construcción de los búnkeres que ahora se van a derribar. Las casas se entregaron por fin en 1995, pero ya el barrio era un gueto desde hace años. Ahora sólo le queda un año de vida.

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