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49º FESTIVAL DE BERLÍN

Terrence Malick interrumpe su largo retiro con un portentoso filme de guerra

Nick Nolte y Sean Penn encabezan uno de los repartos más logrados del cine estadounidense

ENVIADO ESPECIALHacía 20 años que Terrence Malick, tras dos películas de poderosa distinción (Malas tierras, en 1973, y Días del cielo, en 1978), se había ido del cine cuando emprendió la aventura de La delgada línea roja en las colinas australianas de Queensland y en la isla melanesia de Guadalcanal, donde tuvo lugar la infernal batalla de la II Guerra Mundial en que este portentoso filme nos sumerge. Viéndolo, se tiene la sensación de estar frente a una obra capital del cine contemporáneo, lo que convierte a esta última Berlinale del siglo XX en marco de la recuperación de un cineasta indispensable.

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El batallón de "La delgada línea roja" desembarca en el festival

A mediados de los años cuarenta, en plena batalla del Pacífico, un joven soldado estadounidense llamado James Jones padeció y luego contó en una novela el calvario de la compañía de fusileros del Ejército de Estados Unidos llamada "C de Charlie". Su novela narra de forma sólida, pero con narrativa tópica y convencional, la enloquecedora escalada, bajo el fuego cruzado de una línea quebrada resistencial japonesa, de una de las colinas de la isla de Guadalcanal por los hombres de un pelotón de esa compañía, que recibieron órdenes estrictas de ocupar y neutralizar los nidos de ametralladoras que estaban diezmando las tropas norteamericanas invasoras o morir en el intento. El relato de la salvaje carnicería evocada por Jones, desde el lado del marine asaltante, cayó en 1996 en manos de Terrence Malick, director de cine voluntariamente retirado en plena juventud de la celebridad que le dieron las dos únicas películas que hizo en los años setenta. Malick, tras leer el libro, movilizó los resortes de su oficio abandonado y escribió un enorme guión de cuatro horas, que luego redujo a tres, en el que volvió del revés y sacudió como un trapo lleno de polvo la convencionalidad del relato, combinando en su armazón el punto de vista del soldado americano asaltante, el del soldado japonés resistente y, sobre todo, el de las tribus aborígenes melanesias que vieron derruirse su apacible mundo, aplastado por el choque de dos furias mecánicas, dementes, invasoras.

La filmación de este monumental guión necesitó casi toda la primera mitad del año 1998, y el montaje se prolongó hasta el otoño. Malick, después de veinte años de retiro, era un cineasta al que se admiraba quizá porque se le daba por muerto en vida. Al saltar en los vericuetos profesionales del cine estadounidense la noticia de que Malick volvía a la brega de un rodaje, las más renombradas estrellas californianas, que están al borde de la náusea ante la inacabable epidemia de moderneces que degrada a Hollywood, se movilizaron en busca de un rincón de la película, el que fuese, con tal de estar en ella y respirar cine de verdad.

Pocos lo consiguieron, y algunos, como John Travolta y George Clooney, están en la pantalla unos minutos en funciones, como se dice en la jerga, de extras con frase. El reparto (decidido por Malick y no por un equipo de casting) de casi 30 actores, encabezados por Nick Nolte y Sean Penn, lleva a cabo uno de los más conmovedores, precisos y eminentes ejercicios de interpretación coral que se recuerdan, en un alarde, deslumbrante por su audacia, de relevos sucesivos que configuran un sorprendente monólogo a varias voces, que incrusta la fractura de la palabra en una paralela fractura de la imagen, mediante un ensamblaje entre una y otra de singularidad extrema, sin precedentes, al menos nítidos, en el cine estadounidense.

Hay que mirar al fondo del clasicismo europeo de los años cincuenta, sobre todo a las singularidades alquímicas del estilo de Robert Bresson y, más aún, de Michelangelo Antonioni, si se quiere entrar en la (inconcebible en un relato sobre el papel de género, pero que sobre la pantalla hace añicos las convenciones genéricas) construcción lógica y secuencial de La delgada línea roja, película complejísima, recia y revolucionaria, situada más allá de lo narrativo, en un estadio superior de arquitectura de poesía trágica y de musicalidad estructural procedente de las mismísimas tripas de la imagen. La película ha de competir dentro de unas semanas con Salvar al soldado Ryan por el Oscar a la mejor película de 1998. Es poco probable que éste vaya a parar a las manos de Malick, pero, en cuanto a dificultad y creación, hay que situar a La delgada línea roja muy por encima del magistral ejercicio de Spielberg. El gran talento de éste no alcanza a entrar en debate con el genio que despide este asombroso filme, que no se deja digerir tan fácilmente como el de Spielberg, sino que pide una despiadada lucha del espectador consigo mismo.

Malick jamás acude donde le llaman y, obviamente, no está aquí, en la Berlinale. Hecha la película, ha vuelto a su casa, quién sabe por cuántos años. Padece quizá vértigo o, tal vez, no soporta una multitud o una indagación. Calla y deja que hablen por él los hombres a los que cedió la palabra en La delgada línea roja: Nick Nolte y Sean Penn, dos de los frágiles gigantes abatidos que han venido aquí a contar la batalla de este gran hombre de cine ayer por fin recuperado.

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