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Tribuna
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Pie de atleta, pie de rey

En la confusión de los partidos de Copa recibíamos varias noticias del máximo interés: Juninho decidía quedarse en el Atlético con la bendición de Arrigo Sacchi, Denilson engrasaba la bicicleta con permiso de Clemente, Víctor Fernández dudaba entre pedirle hora al brujo o al psiquiatra, Solari firmaba un pacto con Serena y Valerón, Piojo López se revisaba la caja de cambios camino de Mestalla, Turu Flores se ajustaba el punto de mira camino de Valencia, los hermanos De Boer exploraban el Camp Nou, Kiko puntuaba en Cantabria, Víctor y Amavisca empezaban a conspirar en El Sardinero, y Fernando Morientes, desbordado por sus propios cambios de suerte, pasaba, estupefacto, de la depresión a la euforia: tres semanas después, ahora por razones opuestas, volvía a preguntarse qué ha hecho él para merecer esto. Las causas de la perplejidad de Fernando eran fácilmente comprensibles: estaba descubriendo que la conexión entre el acierto y el error era tan frágil como la línea que separa el orden del caos.

Sin embargo, sólo unos meses antes había creído resolver uno de los misterios más antiguos en la alquimia del deporte: había encontrado el secreto del gol. Vista su facilidad para interpretarlo, en algún momento llegó a pensar que un valor tan quebradizo podía estar bajo control; es más, parecía depender de impulsos tan familiares como seguir la maniobra, meter una diagonal, mirar de reojo a Mijatovic o pisar el área con la fe de los cazadores. Convencido de que para conseguirlo bastaba con desearlo, había dicho con una ingenuidad muy suya Me asombra la facilidad con que resuelvo en el campo todo lo que intento. Pero poco después la pelota dejaba de obedecerle y, en lo que parecía una burla cruel, el fracaso se convertía en una cuestión de segundos y de milímetros. Una vez más quedaba muy claro que el gol no era exactamente un don natural o una cualidad tangible como el peso o la estatura. Parecía más bien un producto volátil que iba y venía movido por una caprichosa fuerza exterior. Al parecer nadie podía fabricarlo en serie, ni tampoco era factible encontrar la enigmática conexión entre el acierto y el error en los arcanos del área. No había más que tirar de las últimas estadísticas para desengañarse: entraba en su vida y salía de ella como un papel arrastrado por el viento.

Todos sus mecanismos de seguridad saltaron en un minuto. De pronto había oscurecido, la copa de Europa tomaba un sospechoso reflejo cobrizo, y él, que había llegado a ser uno de los delanteros más prometedores del continente, comenzaba a perder su reputación; para algunos ya no era el sucesor cantado de Hugo Sánchez y Carlos Santillana, sino una versión menor del voluntarioso Pipo Inzaghi. Luego sus seguidores llegaron a temer que se convirtiera en Fernando Dolientes; se pasaba el día mirando al suelo y ocupaba su lugar en el banquillo de reservas con una mueca de insomne, como quien se sienta en el banquillo de los acusados.

Fue entonces cuando buscó la acostumbrada solución mágica. Volvió a casa, tocó su amuleto y cruzó los dedos.

Inesperadamente el viento cambió ante el Atlético. Fiel a la escuela de Hugo Sánchez, salió de la oscuridad, pisó el punto de penalti, buscó la síntesis, redujo el problema a un toque y un cabezazo, y un cuarto de hora después volvía del destierro lamiéndose las heridas. Algo le dijo que, a la espera de una nueva sequía, lo razonable era mantener por igual el entusiasmo y la paciencia.

Hoy sabe que es imposible sistematizar el gol, pero también ha comprendido que la inspiración es para el que la trabaja.

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