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Tribuna
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Aznarismo

Finaliza el Centenario del 98 sin que nadie haya lanzado augurios sobre posibles reediciones de aquel ominoso desastre. Y motivos para hacerlo no faltaban, precisamente, pues a la hora de hacer balance del año la reactivación del separatismo vasco-catalán podría servir de perfecta excusa para ello ante el inminente desastre que amenazaría con sufrir la sagrada unidad de la patria. Pero no ha sido así: ¿por qué? Simplificando, cabe reducir a tres las posibles razones.Ante todo, pesa mucho más el alivio causado por el cese del separatismo criminal que la preocupación ante el aumento del separatismo verbal, pues las declaraciones soberanistas no asustan si a cambio se deja de matar: ésta es la gran noticia política del año.

Una segunda razón es que, a estas alturas, ya no queda casi nadie que pueda tomarse en serio la retórica nacionalista, cuyo inverosímil anacronismo salta a la vista. Tanto es así que apenas se la creen sus propios electores siquiera, que si les siguen votando es más por conveniencia (pues los nacionalistas parecen mejores administradores) que por convicción ideológica. Además, la redundante inflación de la retórica nacionalista ha devaluado su credibilidad, generando una reacción de indiferente escepticismo en la escarmentada ciudadanía.

Pero aún queda otra explicación, y es que a la derecha española no le interesa despertar en estos momentos los viejos demonios patrioteros azuzando una cruzada antiseparatista. Eso convenía cuando se hacía oposición, pero, como ahora gobierna Aznar, hay que convenir panglosianamente que a España le va por lo mejor en el mejor de los mundos posibles, sin dejar que los quisquillosos nacionalistas agüen la fiesta con querellas quiméricas. De ahí que el actual 98, lejos de ser año de desastres, haya de parecer cuasi providencial, dando ocasión al eximio dirigente a coronar con éxito su primera legislatura. Y los panegiristas del régimen pugnan en su culto a la personalidad por cantar las alabanzas del caudillo Aznar: desde el ingreso en el euro hasta la victoria contra ETA. Todo con tal de lograr que el próximo congreso del partido sea un paseo triunfal, creando una imagen hegemónica que les aproxime a su ansiada mayoría absoluta.

Por eso, a la hora de hacer balance, se insiste en destacar el viaje al centro emprendido por Aznar, que rentaría en las encuestas una notable ventaja electoral. ¿Pero hay algo verosímil en ello o no es más que un efecto creado por los aparatos ideológicos de propaganda? Por lo que hace al programa de centro reformista, nada puede decirse al respecto, dado su vacío intelectual destinado a encubrir una práctica de privatización burdamente desamortizadora. Así que sólo cabe valorar el giro centrista de Aznar como un cambio estilístico en su forma de gobernar. Llegado al poder con técnicas populistas, tardó en aclimatarse por su inseguridad de carácter, que le hizo refugiarse tras protectoras pantallas de camuflaje personificadas en Ramírez, Rodríguez y Cascos. Pero, una vez hecho al cargo, se ha dejado transfigurar por él. Y el aura institucional de la presidencia ha convertido mágicamente a la ranita chaplinesca en un maquiavélico príncipe reformista.

Y la única novedad centrista es la defenestración de Rodríguez y Cascos, cuya rudeza es sustituida por la equívoca ambigüedad del dudoso Piqué. Sin embargo, continúa manteniéndose la misma política del peor Aznar, carente de escrúpulos para caer en el favoritismo y la arbitrariedad. Así lo demuestra la ilegítima aprobación subrepticia de recientes medidas como las Fundaciones para la Sanidad y la titulización con cargo al consumidor de los Costes de Transición a la Competencia. Eso, por no hablar del grupo multimedia que se está montando al servicio del aznarismo con cargo a los accionistas de Telefónica. Todo lo cual viene a reforzar la gran expropiación que Jesús Mota acaba de denunciar (en libro de igual título editado por Temas de Hoy). Pero semejante actitud no revela ninguna predisposición al centrismo reformista: sólo contumacia incorregible, incapaz de rectificar.

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