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Basquiat

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA ¡Planeta Tierra llamando a galería Maeght!: ¡los años ochenta terminaron hace mucho tiempo!, ¡se están acabando el siglo y el milenio!, ¡los tocomochos del mundo del arte ya no cuelan como colaban en la década anterior, cuando se inflaban los precios que era un contento y todo el mundo (artistas, críticos, galeristas, coleccionistas, especuladores...) estaba a la que saltaba! Hace unas mañanas, mientras visitaba la exposición consagrada a Jean Michel Basquiat en la galería Maeght, tenía que hacer serios esfuerzos para no ponerme a gritar, cual mantras delirantes, los conceptos expuestos, entre sus preceptivos signos de admiración, en el párrafo anterior. Es más, cuando llegué a un lienzo que se vendía por un poco más de 51 millones de pesetas, me vi obligado a meterme el puño en la boca y morderlo para que el dolor me impidiera berrear a gusto. Sí, han leído bien, 51 millones de pesetas. Un pastón, es cierto. Pero se puede pagar a plazos: lo pone en una tarjetita enganchada a la derecha del cuadro. Si la memoria no me falla, todo el material expuesto en la Maeght se puede pagar en 12 o 24 mensualidades. Los tiempos en que hablar de dinero era considerado como una muestra de mal gusto hace mucho que han pasado a la historia. Se acabaron los cuchicheos con el galerista, los regateos, las súplicas para acceder a la compra a plazos. Esas cosas son anteriores a los años ochenta. Desde esa década prodigiosa, los precios se colocan junto a los cuadros: en efectivo, tanto; a plazos, puede que un poco más, pero ya puede usted disfrutar de su basquiat a partir de hoy mismo. Se trata de aplicar al arte los mismos criterios comerciales que a los electrodomésticos; cosa que, por un lado, tiene un punto democrático y realista que está muy bien, pero por otro da que pensar. Concretamente, en que este tipo de exposiciones parecen dirigidas a compradores con alma de especulador a los que se debe convencer de que no están tirando el dinero en los garabatos de un haitiano heroinómano, sino que están haciendo una inversión que les resultará, a medio plazo, muy rentable. Es lógico que todo galerista sueñe con ese modelo de comprador. Pero hay que tener presente que, durante los años ochenta, entre ciertos galeristas, ciertos críticos y ciertos comisarios acabaron con la paciencia de mucho millonario sin criterio. De repente, un muchacho surgido del arroyo vendía sus cuadros a un precio de escándalo. Los émulos de Donald Trump se los quitaban de las manos al Bruno Bishofsberger de turno y los lucían orgullosos en las fiestas que organizaban en sus dúplex de Park Avenue. Hasta que un buen día la parienta del millonario se cansaba de ver el cuadro del salón (pongamos un clemente) y le decía a su maridito que lo cambiara por uno nuevo (pongamos un schnabel). Cuando al millonetis le daban por el clemente la mitad de lo que pagó por él, se ciscaba en el crítico, el comisario o el galerista que se lo endilgó, pero ya era tarde para echarles el guante. Cuando a varios millonetis les pasó lo mismo, el mercado del arte se fue al carajo, de donde intenta volver desde hace unos años. Con excepciones, claro está. La gente de Maeght parece seguir, mentalmente, en la década de los ochenta, cuando triunfó una serie de gente a la que uno, francamente, nunca le ha visto la gracia. Algunos se murieron, como Basquiat o Keith Haring (¿creían que era imposible encontrar algo más feo que el mural de Haring situado frente al Macba?, pues no se pierdan el de Chillida que han puesto en su lugar: no da tanta grima como la piedra de Oteiza, pero casi). Los supervivientes se zumbaron y se pusieron a dirigir películas: David Salle consiguió que Martin Scorsese le produjera la innecesaria Search and destroy; Robert Longo (¿vieron sus estúpidas fotos de superhéroes hace unas semanas en una galería de la calle del Doctor Dou cuyo nombre no recuerdo?) rodó la infecta Johnny Mnemonic; Julian Schnabel, el artista total (pinta, escribe y hasta ha grabado un disco de country & western) dirigió Basquiat, supuesto homenaje al amigo muerto, de una pretenciosidad y una cursilería insoportables... ¿Qué sucedió en los años ochenta para que esta pandilla de pseudogenios triunfara? ¿Qué le echaban al agua en esa época? Y lo que es más grave: tantos años después, a las puertas del nuevo siglo, ¿cómo se atreve una galería de Barcelona a pedir 51 millones de pesetas por los garabatos de un pintamonas depresivo?

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