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Tribuna:DEBATE SOBRE LA CARTA MAGNA
Tribuna
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Lealtad a la lectura democrática de la Constitución.

Aunque suponga abusar de la hospitalidad de EL PAÍS, a mí también me complace la serena polémica iniciada con don Gregorio Peces-Barba a propósito del significado de la Constitución de 1978 y de la lealtad dispensada a la misma por los distintos actores de la política española en estos últimos años, en especial en cuanto atañe a la vertebración y planta del Estado. El diálogo franco y abierto es requisito ineludible para el entendimiento, aunque en un primer estadio ni siquiera se coincida -como sugiere mi respetado y prestigioso interlocutor- en el contenido exacto de los términos que se emplean.Creo que, cuando hablamos de pacto, de lealtad o de Constitución, todos cuantos abordamos dichas cuestiones estamos capacitados para calibrar su significado. El problema, empero, radica en saber qué se convino en 1978 y cuáles eran los derechos y las obligaciones que las partes asumían en el acuerdo constitucional. Y es aquí donde sostengo que en 1978 existió un pacto entre las distintas fuerzas que impulsaron la Constitución en el sentido de que ésta aceptaba la plurinacionalidad del Estado y que de la misma se derivaba el reconocimiento del carácter nacional de algunos territorios españoles. Creo, por tanto, que, en ese afán por precisar la terminología y los extremos del diálogo, deberíamos centrar el debate en la existencia o no de dicho pacto y en los efectos que su existencia o inexistencia ha de producir en la vida política española. Si la Constitución reconoce la pluralidad del Estado, los leales a la misma seríamos quienes reivindicamos la aplicación de ese concepto plural y la vigencia de los efectos inherentes. Por contra, si la Constitución no contiene el carácter plurinacional que Cataluña creyó advertir en dicho texto, es cierto que nuestro comportamiento no sería leal, aunque dudo que no fuese lícito y legítimo a tenor de los derechos que la comunidad internacional ha ido reconociendo progresivamente a las comunidades dotadas de conciencia nacional.

Vayamos por partes. Como es sabido, la Constitución no nos fue revelada en el monte Sinaí; nace, obviamente, en un contexto político concreto, es hija de una historia conocida y su resultado e incluso su ambigüedad son fruto de una intención deliberada cuyo origen radica en la inseguridad del poder democrático constituyente. Tales circunstancias podían justificar un lenguaje polisémico, pero en modo alguno podían dar pie a formulaciones vacías e inútiles. Por tanto, algún efecto debe comportar la distinción entre nacionalidades y regiones contenida en el artículo segundo o el hecho de que la Disposición Adicional Primera reconozca y ampare la existencia de derechos históricos cuyo origen no hallamos en la Constitución y que, por tanto, hemos de considerar como metaconstitucionales. Y ello nos plantea dos interrogantes: el primero no es otro que los efectos que cabe atribuir a dicha distinción; el segundo apunta directamente a la titularidad de los derechos históricos previos a la Constitución. Y ambas cuestiones merecen respuestas coherentes y que no supongan un absurdo. Con el debido respeto a la opinión expresada por el señor Peces-Barba, no puedo admitir que la única consecuencia de la distinción entre nacionalidades y regiones se reduzca a la exclusión de un referéndum para el inicio del proceso autonómico; referéndum del que, además, nadie discutía el resultado. Por tanto, alguna diferencia más, tanto en lo simbólico como en lo institucional como en lo político, ha de existir para esa distinción constitucional. Mil años de historia de Cataluña y una clara e inequívoca conciencia nacional no pueden resolverse sólo eximiendo al Principado de un referéndum ganado de antemano.

Asimismo, si admitimos la existencia de derechos históricos que la Constitución ampara y respeta (sean éstos exclusivos de los territorios forales o extensibles a cualquier territorio con derecho propio), es incuestionable que en el acuerdo constitucional existía más de un "demos" dotado de derechos. La Constitución, por tanto, no es sólo el texto legal supremo de que se dota el pueblo español, sino el acuerdo entre grupos distintos de ciudadanos que se reconocen pertenecientes a historias e incluso a naciones -nacionalidades, si se quiere- diversas. Un texto constitucional que no contase con la aquiescencia de los otros distintos hechos nacionales comportaría la imposición del grupo mayoritario sobre los restantes, y en tal supuesto la voluntad mayoritaria no podría legitimar en modo alguno el abuso de una parte sobre las nacionalidades disconformes.

¿Es desleal esta lectura de la Constitución? Se ha dicho que las tesis sustentadas por el nacionalismo catalán se sitúan fuera del consenso alcanzado veinte años atrás. Lo dudo. En mi anterior artículo aludía a los planteamientos partidarios de la autodeterminación postulados por el PSOE y el PCE al inicio de la transición. El señor Peces-Barba lo refuta alegando que eran planteamientos preconstitucionales y que quedaron superados por el acuerdo de 1978, el cual es el mismo que él defiende en 1998. Y, sin embargo, las hemerotecas rebosan de ejemplos que demuestran cuál seguía siendo la política autonómica del PSOE en 1979 y 1980 antes de los pactos de armonización. El ejemplo del proceso autonómico andaluz evidencia que en la política autonómica socialista existió un antes y un después marcado por los acuerdos de julio de 81 impulsores de la LOAPA. Las razones del cambio son complejas, aunque nada impide exhumarlas. Por otro lado, y para acreditar aún más la existencia de un giro radical respecto de la política autonómica seguida en los primeros años de la Constitución, baste recordar que en mayo de 1980 el Gobierno de Suárez dirige un comunicado al Congreso en el que postula una "segunda lectura autonómica" y una "racionalización" del proceso que todos conocemos y cuyos efectos todavía perduran.

Si la actual configuración autonómica es fruto de dicha "segunda lectura", ¿cuál era el contenido de la primera lectura originaria? ¿Acaso no era también constitucional la política del PSOE de 1979 y 1980 o la política de reconocimiento efectuada hacia las nacionalidades históricas antes de la LOAPA?

Quienes reivindicamos reconocimiento y pluralidad nacional podemos sentirnos legítimamente leales a la Constitución. E incluso más que quienes pretenden momificar su texto en beneficio de una vertebración centralista de España que no conduce a puerto alguno. Creo que el nacionalismo catalán y los otros nacionalismos distintos al español postulan una España posible, más democrática incluso que una España que niegue el reconocimiento a las distintas nacionalidades que la integran. Admito que se trata de una visión que requiere de una previa pedagogía y aceptación de la pluralidad y que puede incluso herir algunas susceptibilidades. Pero el hecho de que en España o en Cataluña la pluralidad o la unidad afecten sensibilidades demuestra la importancia de lo simbólico en la construcción del Estado y ratifica la necesidad de hallar una respuesta adecuada a la vertebración del Estado que permita evitar la zozobra de la nave común y el progresivo distanciamiento de dos visiones distintas de España.

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Coincido plenamente en que la Constitución define las reglas del juego y que más allá de sus límites puede existir una sima a la que a nadie le conviene asomarse. Pero la Constitución no puede constituir una estación término si ha de ser el instrumento que permita avanzar a los españoles hacia mayores cotas de democracia. Los padres de la patria americanos entendieron muy bien que la Constitución que en su día debía de parecerles perpetua e intocable no podía cerrar sus puertas a cuantos hechos supusieran un avance democrático. Sin las sucesivas enmiendas, la bicentenaria Constitución americana sería hoy día un dato que amarillearía en los libros de historia en lugar de ser una realidad viva, con sus virtudes y sus defectos. Y ahí tenemos otro motivo de reflexión y, si se quiere, de debate: un reconocimiento de la pluralidad nacional de España ¿no es más democrático que una mera descentralización o que la obsesión por el centralismo? Y, si es más democrático, ¿qué impide desear su aplicación?

Se trata de un debate apasionante y útil. Abordarlo desde el mutuo respeto y con el espíritu abierto no es sólo nuestro derecho, sino incluso nuestra obligación.

Josep A. Duran i Lleida es presidente del Comité de Gobierno de Unió Democràtica de Catalunya.

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