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Ni libros de texto ni autopistasORIOL BOHIGAS

He aquí dos temas muy distintos que han aparecido, no obstante, en el debate público con errores y desviaciones muy similares. El contenido y el precio de los libros de texto enardeció hace meses una polémica con diversas angulaciones sociales, culturales y políticas, una polémica que renace en el inicio de cada curso escolar: el control ideológico del contenido y los precios excesivos atribuidos a la especulación de autores, profesores y editores. Ha habido opiniones para todos los gustos. Pero casi nadie ha atacado el problema en su auténtica base pedagógica. ¿Son necesarios los libros de texto? ¿No son una grave limitación a los métodos y las experiencias, a la libertad intelectual y profesional de los maestros? Esos horribles cuadernos atiborrados de dibujos cuarteleros y cuestionarios que parecen provenir de la técnica del crucigrama ¿no son un acicate para la definitiva degradación mental de los jóvenes ciudadanos? ¿No son unos sutiles instrumentos para evitar que el alumno entre seriamente en el campo de la lectura individualizada de los grandes textos literarios y científicos? ¿No son, al mismo tiempo, una manera de disimular la parquedad intelectual de muchos maestros? Me cuesta responder en detalle a tantas dudas, pero estoy seguro de que los pésimos cuadernos que se distribuyen como libros de texto son científicamente infames y contribuyen directa o indirectamente a los fracasos escolares. No conozco a ningún maestro de aquella generación republicana y prerrepublicana que pilotó el principio de una renovación pedagógica en toda España que hubiera aceptado ejercer la libertad de su magisterio bajo el corsé de un material tan deleznable y tan bárbaramente impositivo. Por lo tanto, el problema de los libros de texto no está en su contenido, en el precio abusivo o en la imposibilidad especulativa de su reciclaje, sino en su misma existencia. Agradeceríamos que las autoridades pertinentes pusieran este tema sobre el tapete porque una reflexión sensata conduciría sin duda a su completa extinción. El problema de las autopistas de peaje ha alentado una polémica igualmente errónea. Ahora en Cataluña se está reclamando una reducción o una supresión de los peajes. Es una actitud comprensible desde el punto de vista de las exigencias de un equilibrio económico territorial. Es indignante que el Estado sea tan arbitrariamente discriminador: en el entorno de Madrid casi todas las autopistas son gratuitas y en Cataluña son casi todas de peaje. Es decir, los servicios del centro se pagan con los impuestos del conjunto de los españoles -sobre todo de los catalanes- y los de Cataluña se financian con la participación de los usuarios directos porque si no fuera así seguramente no existirían. Éste es el tema de discusión y la base de reivindicación, cuando el problema de las autopistas es otro: el de su excesiva abundancia e incluso su equivocada existencia. Como en el caso de los libros de texto, lo grave es su planificación irracional. En España -y también en otros países europeos- se ha dado prioridad a la construcción de autopistas y en cambio se ha reducido la inversión en ferrocarriles, con algunas parcas excepciones en los Países Bajos, Francia, Reino Unido, etcétera. No es exagerado suponer que en buena parte se debe a que en el desenfreno capitalista la construcción de automóviles es un factor imprescindible del propio desenfreno y a que es un sector que está en manos de unos lobbies de gran influencia. Sin autopistas no se venderían tantos automóviles. Durante los años de gobierno español socialista no hemos visto una actitud coherente en esta línea. A los partidos de izquierda correspondía la promoción del tráfico colectivo no contaminante. El automóvil es un instrumento muy útil, pero solamente cuando se limita su alocada invasión en número excesivo o en zonas y en sistemas que no son adecuados. En las autopistas -y no digamos ya en las ciudades- lo que hay que hacer es limitar el espacio para el automóvil porque sus exigencias son siempre abusivas, sin posible correlación entre oferta y demanda. Al contrario de lo que ocurre en otras necesidades individuales o colectivas, no se puede ofrecer al automóvil lo que hipócritamente demanda porque sus exigencias son infinitas. El proceso funciona al revés: aparecen y se consumen tantos coches como caben en el espacio que se les destina. Por esto, los promotores de las autopistas pertenecen al mismo lobby de los constructores de vehículos. Es decir, cuantas más autopistas, más coches, hasta que un día el mundo entero se habrá convertido en una autopista inmensa, que al final también será insuficiente porque los vehículos se habrán multiplicado en la misma proporción. Una ciudad confortable es una ciudad en la que se obliga a los coches a circular incómodamente en los puntos estratégicos de excesiva confluencia. Por ejemplo, hay quien reclama en Barcelona un ensanchamiento de las actuales rondas, sin darse cuenta de que con ello aumentaría automáticamente el número de vehículos, muchos de los cuales, al final, tienen que entrar en la ciudad. Con las rondas más anchas, los embotellamientos acabarían siendo los mismos, pero además aumentarían los de la calle de Aragó, la Gran Via, Sarrià o toda la red del Eixample. Las rondas son un filtro para evitar el absoluto colapso de una ciudad que ya tiene sus propios síntomas de colapso. Habría que iniciar, por lo tanto, una política de reducción de autopistas y un progreso de las redes ferroviarias, sobre todo en las cercanías metropolitanas. De momento, como remedio urgente, hay que limitar el flujo de estas autopistas aumentando sus beneficiosos embotellamientos si queremos vivir más cómodamente en las ciudades. Cambiando, pues, el sentido de la actual polémica sobre los peajes en Cataluña, podríamos decir que los peajes -sobre todo los caros y los que provocan largos embotellamientos- son altamente beneficiosos porque pueden llegar a ser disuasorios y a forzar la urgencia de una nueva política ferroviaria. Resulta así que la injusticia discriminatoria del Estado español acaba siéndonos beneficiosa. En Barcelona acabaremos viviendo mejor que en Madrid gracias a los peajes disuasorios que han de reducir el número de coches dispuestos a invadir nuestras calles.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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