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Tribuna
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Banquete catódico

El marqués de Leguineche, ese hijo de Azcona y Berlanga, lo hubiera explicado muy bien: lo bueno que tienen las bodas, bautizos y funerales de ringorrango es que, gracias a ellos, los pobres se lo pasan la mar de bien. Ya no es necesario dar un banquete a los menesterosos, como cuando por vez primera se casó la duquesa de Alba: ahora el sustento se da por televisión. La boda Alba-Rivera Ordóñez tenía el morbo que acompaña a cualquier intento de romper un tabú. La mezcla de sangres de nobles y toreros era algo hasta ahora maldito: una canción de Concha Piquer, Doña Sol, la había cubierto de suficientes dosis de mal fario. Amores como estos sólo parecían posibles si se daban en clandestinidad, sin la bendición del altar.

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Esta nueva boda del siglo tenía además un ingrediente que la convertía en el más difícil todavía: estaba previsto que se celebrara en la irredenta Triana, esa indócil vecina de Sevilla que, generosamente, otorga patente de casticismo a todos los que a ella acuden, incluso a los que en realidad son más devotos del pádel que de la Virgen de la Esperanza.

En la eterna pugna entre nobleza y proletariado suburbial, entre Sevilla y Triana, nuevamente ganó Sevilla. Triana quedó para dar la nota de color, para servir de decorado televisivo, de contrapunto a la grandeza de su rival. Pero Triana es un mundo al que la televisión no puede hacer justicia, porque la televisión es incapaz de mostrar vida: sólo los estereotipos ya acuñados previamente en papel couché.

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