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Aquel martes

Cuando en la madrugada del 11 de septiembre de 1973 se supo que la Marina había tomado la ciudad de Valparaíso, a muy pocos cogió de sorpresa el golpe militar que en esa hora se iniciaba. Sin embargo, pocos también podían imaginar que aquella asonada, extraña en la historia de Chile pero común en América Latina, iba a traer las consecuencias en sangre y terror que trajo. Se inauguraba en aquel día un tipo de dictadura militar, especialmente en el Cono Sur, que ha merecido, no sin razón, el nombre de genocida.En su libro reciente El último día de Salvador Allende cuenta Óscar Soto, una de las personas que vivieron ese día la resistencia dentro de La Moneda, que a las nueve y media de la mañana el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal le conminó a rendirse ofreciéndole un avión para él, su familia y colaboradores que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: "Tenemos que matarlos como ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende". Estas palabras están llenas de odio, pero en su fondo late el miedo, un miedo homicida.

A finales de 1985 se publicaron las conversaciones que durante la mañana del 11 de septiembre tuvieron entre sí los cabecillas del golpe; basta con leerlas para convencerse de la catadura moral de esos hombres.

El 7 de septiembre de 1973, cuatro días antes del golpe, Pinochet escribió una carta personal a su antecesor, el general Carlos Prats, constitucionalista que había dimitido poco antes como comandante en jefe del Ejército a causa de las insoportables presiones que estaba recibiendo. "Es mi propósito manifestarle, junto a mi invariable afecto, mis sentimientos de sincera amistad cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar...", decía Pinochet, para concluir con estas palabras: "Tenga la seguridad de que quien le ha sucedido en el mando del Ejército queda incondicionalmente a sus gratas órdenes, tanto en lo profesional como en lo privado y personal". Tras el golpe, Pinochet expulsó a Carlos Prats del país y el 20 de septiembre de 1974 fue asesinado, junto con su esposa, por los servicios secretos de la junta pinochetista (Dina) en la ciudad de Buenos Aires.

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El 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende ganaba las elecciones presidenciales al frente de la Unidad Popular (UP), con el 36,5% de los votos. Jorge Alexandri, que representaba a la derecha tradicional chilena, obtuvo el 34,9%, y Radomiro Tomic, el candidato de la Democracia Cristiana (DC), el 27,8%. Al no haber obtenido la mayoría absoluta para ser proclamado presidente, Allende necesitaba el refrendo del Parlamento, que obtuvo, mediante un acuerdo con la DC, un compromiso de garantías constitucionales, así se denominó.

Entre septiembre (elección) y noviembre (proclamación en el Parlamento) se produjeron algunos movimientos desestabilizadores, propiciados por la derecha y por algunos intereses norteamericanos. En sólo dos semanas, el dinero en manos del público creció un 35%. Cuatro días antes de la proclamación parlamentaria fue asesinado el comandante en jefe del Ejército general Schneider.

El programa de la UP era anticapitalista, pero también respetuoso con la legalidad, las libertades y, por supuesto, con la regla de la mayoría. En el campo económico, el programa se proponía el traspaso al área social (nacionalizaciones) y al área mixta de los medios de producción fundamentales. Incluyendo la reforma agraria, iniciada por Frei, y la nacionalización del cobre. Ello permitiría captar un mayor excedente y mejorar la distribución de la renta (en 1967, el 50% de la población percibía tan sólo el 17% de la renta). Por otra parte, los recursos se orientarían hacia el consumo básico, bienes en los que Chile tenía ventajas comparativas. Marxismo, keynesianismo, "cepalismo" y teoría de la dependencia (uno de cuyos teóricos era entonces el actual presidente brasileño, Fernando H.Cardoso) eran algunas de las fuentes en las que bebió aquel programa. Visto de lejos, y a 25 años de distancia, el programa puede parecer radical y por eso inviable política y económicamente. No conviene, sin embargo, apresurarse en los juicios históricos, es preciso colocarse en el contexto. Veamos para ello algunas propuestas que en aquellas elecciones de 1970 llevaba el candidato de la DC, quien ya en 1969 -siendo su correligionario, Eduardo Frei, presidente de la República- había declarado solemnemente que "los datos demuestran de un modo palmario el agotamiento del sistema capitalista y de las estructuras jurídico-políticas que le dan expresión". "Es impostergable la transformación de la vieja institucionalidad de base minoritaria y de expresión capitalista en un nuevo orden social vitalmente democrático". "La meta suprema de este programa es la sustitución de las minorías por el pueblo organizado en los centros decisivos de poder e influencia que existen dentro del Estado, la sociedad y la economía nacionales", tales eran los objetivos del programa de la DC. En otras palabras, que en el Chile de 1970 más del 60% de la población quería y votó (Tomic más Allende) por cambios sustanciales en la economía y en la sociedad.

Los fracasos inmediatos que la derecha había anunciado no se produjeron. Al contrario, durante el primer año del Gobierno de Allende, 1971, el PIB creció un 7,7%, la inflación bajó sustancialmente, el paro se redujo a una tercera parte y la renta de los asalariados pasó del 52,8% en 1970 al 61,7% en 1971.

Estos datos, junto a los resultados de las elecciones municipales que tuvieron lugar en abril de 1971 y en las cuales la UP subió hasta el 50%, produjeron, a mi juicio, tremendos efectos perversos en un lado y otro del espectro político. El Partido Nacional (PN), la derecha, veía que su soporte social se diluía con las nacionalizaciones. La DC debió pensar que, de seguir así, su posición centrada desaparecería en manos de la UP, por un lado, y el PN, por el otro. Por su parte, muchos dirigentes de la UP, olvidando que los buenos resultados económicos obtenidos tenían en su horizonte amenazantes nubarrones (déficit público y en balanza de pagos dificultades en la financiación exterior, subidas excesivas de salarios, problemas en la producción de algunas empresas nacionalizadas, etcétera), debieron creer que el camino estaba expedito para "avanzar sin transar", es decir, sin buscar acuerdos estables con la DC en el Parlamento, dentro del cual la UP era minoritaria.

Poco a poco se fue gestando una aproximación entre el PN y la DC que acabó en choques frontales (UP-oposición) en el Parlamento, desfinanciación parlamentaria de los presupuestos, fuertes movilizaciones de uno y otro lado, dicotomización política, que acabó siendo social, y quiebras institucionales. Éstas se produjeron, sobre todo, en torno a la creación del área social de la economía. La Contraloría de la República y la Judicatura comenzaron a saltarse ostensiblemente las leyes con el aplauso de la oposición. La política estaba cada vez más en la calle y menos en el Parlamento.

En octubre de 1972, con las elecciones generales a la vista, las organizaciones gremiales de oposición, comenzando por los dueños de camiones, lanzaron un paro general sine die que, pese a la respuesta activa de la izquierda, sumió al país en el caos. Entonces, Allende tomó una decisión arriesgada y nombró ministros a los tres jefes de las Fuerzas Armadas. Prats fue designado ministro del Interior. El paro cesó de inmediato, pero la normalidad no se recuperaría, los planes económicos del Gobierno se vinieron al suelo, la inflación y el mercado negro se instalaron.

En marzo de 1973, las elecciones generales, que habrían de renovar la totalidad del Congreso y la mitad del Senado, se celebraron en medio de la crisis y en una calma tensa. PN y DC fueron coligados a las elecciones con el objetivo de obtener los dos tercios de los escaños para poder destituir legalmente al presidente. Contra todo pronóstico, la UP superó el 40% de los votos. La destitución legal de Allende se esfumó. El PN y una buena parte de la DC no pensaron ya sino en una salida de fuerza. La "solución militar" se instaló en el horizonte de la oposición.

En abril se reiniciaron las huelgas, esta vez en la mina de cobre El Teniente, la mayor del mundo a cielo abierto. El 29 de junio, un regimiento de blindados intentó tomar La Moneda. El golpe fracasó. El 16 de julio, el episcopado chileno hizo una noble y angustiosa llamada al diálogo: "A estos grupos políticos y sociales les imploramos que den los pasos necesarios para crear las condiciones de un diálogo que haga posible el entendimiento", escribieron los obispos.

La DC, cuya ala más dura había desplazado de la dirección a Renán Fuentealba en mayo, no tuvo más remedio que aceptar el contacto con el presidente. Pero las conversaciones no fueron muy lejos, y no por culpa de Allende. En agosto, el movimiento de oposición lanzó de nuevo un paro general, el asalto final, que comportó atentados y destrozos.

En los primeros días de septiembre, Allende convenció a la UP para convocar un plebiscito e intentar así salir de la crisis. El domingo día 9 se lo comunicó al general Pinochet. Esa información aceleró el golpe.

Es obvio que la responsabilidad del desastre moral, político y humano que produjo el golpe militar cae sobre aquellos que lo propiciaron e impulsaron y sobre quienes volvieron las armas contra la democracia y contra sus compatriotas. También sobre el Gobierno de los EEUU, que, según está acreditado, ayudó política y financieramente a los golpistas, pero es verdad también que la izquierda cometió errores, a veces muy graves, como lo es que una parte de la UP, especialmente en el seno de su propio partido, el PS, no le hiciera la vida fácil a Allende, negándose a cualquier acuerdo político con la DC, usando, además, un verbalismo amenazante y huero.

Leal a sus promesas, Allende quiso evitar a toda costa que la UP se quebrara y prefirió dar su vida a una supervivencia deshonrosa. "A pesar de lo mucho que me gusta vivir, no me iré", había dicho a sus ministros el 2 de julio de 1973, y lo cumplió. Su improvisado discurso de despedida sigue emocionando hoy, pasados 25 años, y lo seguirá haciendo porque representa la defensa de la dignidad frente a la fuerza bruta. También porque nos muestra a un hombre que lo ha perdido todo, consciente de su muerte próxima, que no renuncia a la fe en sus convicciones: "Más temprano que tarde", dijo, "de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor".

Por muy vitalista que se sea, y Allende lo era en alto grado, la vida no puede ser un valor absoluto. Entregar la propia puede ser el mejor ejemplo de amor a la vida, aquella que merece vivirse con la imprescindible dignidad. Tal fue su actitud ejemplar que será perdurable.

Joaquín Leguina, diputado socialista, fue profesor de estadística y demógrafo contratado por la ONU en Chile entre 1973 y 1974.

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