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Una esquirla de sabiduría presidió como lema el templo de Delfos, aquel donde se realizaban los famosos oráculos y que rezaba así: "De nada demasiado". Epicuro, seguramente inspirado en esa máxima, escribió el que consideró uno de los mejores aforismos de la historia, a la vez que uno de los menos actuales: "Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco". Y además insistió en que, detenerse cuando se alcanza lo suficiente, es una de las condiciones básicas para poder disfrutar de la vida. Sin duda porque cuando lo consigues ganas una gran cantidad de tiempo, para la libertad y para el ocio creativo.

Cierto es que actualmente no podemos estar más lejos de la sencillez y la austeridad epicúreas como fuentes de placer. Alguien nos tiene muy convencidos de que sólo con más, y por encima de los demás, alcanzaremos deleites. Ante todo porque éstos han quedado demasiado relacionados con las diversas formas del poder. Comprar, no lo necesario, sino sobre todo lo superfluo como manifestación de poder. Tantas veces asociado a la palabra adquisitivo.

Aunque todo está teñido de esos querer más -maximalismos infinitamente más graves que los de llamar la atención por tal o cual desastre humano o natural- donde mejor se entiende el descomunal extravío es en el deporte. Ya nadie cree en aquello de la participación como meta, sino en que no llegar primero a la meta carece de interés: para los medios de comunicación y por supuesto para el enorme negocio que supone vencer en una lid deportiva. Hasta rendimientos políticos tiene. ¿Hace falta recordar que las victorias deportivas mejoran las expectativas electorales de los partidos políticos que están gobernando cuando aquéllas se producen?

Queda claro, pues, que el deporte actual se aleja como las galaxias entre sí del mencionado epicureísmo.

Aquello de "más alto, más fuerte, más rápido", que no estaba nada mal como retos físicos personales, es hoy en realidad más dinero, más fama y más poder. Por tanto nunca será suficiente el punto a donde hayan conseguido llegar los pretendidos deportistas. Por si eso fuera poco, este compulsivo y extremadamente competitivo proceder ha sido revestido de toda suerte de bendiciones éticas curiosamente basadas en la no relevancia del ejército de perdedores que genera. Y aunque desde luego algunas tiene, no menos cierto resulta que abre un prodigioso desgaste en nuestra condición y en no pocos casos la quebranta. Siempre más resulta imposible, al menos sin recurrir a esa ayuda externa que llamamos estimulación química del organismo. La pureza en los deportistas en medio del sistema de rendimientos crecientes es como pretender encontrase un iceberg en el desierto. Son, pues, víctimas de la necesidad, más ajena que propia.

Con seguridad esta faceta de nuestro sistema es la que más se aleja de las leyes de lo espontáneo, que sí se comporta de forma epicúrea. Allí afuera nadie quiere llegar antes a parte alguna, nadie bate marcas, ni derrota a otros por placer, ni acumula más de lo necesario. El tiempo es una fuerza creativa con la que se mantienen alianzas, no guerras. La vida misma se ampara y expande al convertirse en espacio y en tiempo de la forma más sincrónica posible con las condiciones básicas del mismo lugar y época donde se está desarrollando. Si esa tendencia, como hice en mi anterior columna, suele resolverse con un creciente número de especies, es decir con multiplicidad, eso quiere decir participar sin prevalecer. Es más, a lo largo de la historia de la evolución casi todos los más altos, grandes y fuertes se han extinguido o están haciéndolo ahora. Lo importante en los campos de la vida no es vencer, ni acumular, ni llegar antes, es sencillamente hacerse compatible con tu derredor y su fluir, porque lo suficiente es el gran salto, la carrera más veloz, la victoria sobre el más fuerte. También lo humano y el verdadero deporte vencerían si aceptáramos lo suficiente.

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