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Tribuna:EL DEFENSOR DEL LECTOR
Tribuna
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Ni London ni Lleida

Ni London ni Lleida. Así de explícito es el mensaje del abundante correo de los lectores llegado a esta sección -por vía telefónica, electrónica y postal- a propósito de la columna ¿Por qué Lleida y no London?, publicada el pasado 31 de mayo. A estos lectores no les han convencido las razones dadas para explicar los criterios de EL PAÍS, recogidos en su Libro de estilo, sobre el uso en sus páginas de términos catalanes, gallegos y vascuences referidos fundamentalmente a poblaciones españolas.En esta ocasión, el Defensor del Lector actúa como mero portavoz de los lectores. Considera que es su deber dar a conocer sus puntos de vista y recuerda, cosa por lo demás sabida, que no entra dentro de sus facultades modificar normas que, como las de El libro de estilo, le obligan a él más que a nadie y que sólo pueden ser cambiadas por quien puede hacerlo: la dirección del periódico. Pero no está tampoco de más recordar que estas normas sobre el uso de nombres catalanes, gallegos y vascos en un periódico como EL PAÍS, escrito en castellano, no han sido establecidas a la ligera, sino que, por el contrario, son el resultado de un serio y documentado estudio de la cuestión.

Los lectores reconocen las razones que EL PAÍS pudo tener en su momento -al final de una época de castellanización a ultranza de la toponimia espa-ñola- para establecer sus criterios en este tema. Así se manifiesta, entre otros, Francisco González Pescador, de Madrid: "Que EL PAÍS, nacido y crecido durante la transición, guardase respeto hacia tantos sentimientos dañados, me parece lógico y bueno". Pero, a su juicio, "es ésta una buena ocasión para que EL PAÍS cambie sus postulados y contribuya a edificar la convivencia donde antes contribuyó a salvar la coexistencia". Y en esta línea, Miguel Salmerón, de Cornellá de Llobregat, Barcelona, señala que "siendo el castellano una lengua mundial, y no sólo española, EL PAÍS no puede sustraerse de la realidad que representa, además de que es leído prácticamente en todo el mundo, incluso por muchas personas no castellanohablantes que buscan en sus páginas una mejora o normalización en su propio aprendizaje".

Hay que decir que los argumentos de los lectores son básicamente lingüísticos. No están de acuerdo con que el uso de las lenguas responda a motivos geopolíticos o de carácter institucional. Para A. Yagüe Barredo, de Barcelona, "el criterio institucional y el de cercanía alegados para escribir el nombre de determinadas poblaciones en catalán, gallego, etcétera, y no en castellano son totalmente ajenos a las pautas lingüísticas, que son las que regulan el instrumento que ustedes utilizan para transmitir información: la lengua, en este caso la lengua española". Y añade que "el Defensor del Lector debiera haber reconocido explícitamente este hecho: no existe fundamento lingüístico para escribir Lleida en español, como tampoco lo hay para escribir London". Y Eloy González de Pedro, de Madrid, añade al respecto: "Hacía usted referencia a que, en resumidas cuentas, las lenguas autonómicas eran también lenguas españolas al estar reconocidas en la Constitución Española y que por su cercanía emocional y física con el castellano era totalmente lícito erradicar (incluso por ley) la toponimia en castellano para denominar localidades con nombres diferentes al castellano. ¡Pero a dónde vamos a parar en este país! Estos argumentos me parecen totalmente ridículos e inaceptables. Para empezar no se pueden mezclar idiomas así como así. Si yo hablo español, nadie me puede (ni el Parlamento) obligar a renunciar a denominar un pueblo en mi idioma. No es lógico utilizar palabras en otros idiomas cuando tenemos palabras para denominar La Coruña, Orense, Gerona, Lérida, y no molestamos a nadie". Desde Tarragona, Albert Bordons apostilla: "Estoy completamente en desacuerdo con sus justificaciones sobre la conveniencia de escribir (¿o decir también?) Lleida, Girona, A Coruña, etcétera, en castellano y, por tanto, también lo estoy con El libro de estilo de EL PAÍS. Tampoco estoy de acuerdo con este Libro de estilo en utilizar Zaragoza y Teruel en lugar de Saragossa y Terol en un texto escrito en catalán. Sus justificaciones son puramente políticas, y las lenguas se escriben o hablan con independencia de motivos políticos".

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Las pautas fonéticas del lenguaje son otro argumento que, según estos lectores, se oponen a que el nombre de determinadas poblaciones, perfectamente definido en castellano, se escriba según su grafía autóctona, aunque sea por decisión oficial. Luis Manuel Duyos, de Madrid, argumenta al respecto: "La oficialidad de un topónimo no es un argumento válido para declararlo intocable, puesto que el exónimo (o sea, el topónimo vertido al idioma propio) consiste precisamente en la variación del nombre oficial, basándose en la tradición o en la simple adaptación a la fonética propia. Por ejemplo, no tenemos en castellano los sonidos de las consonantes iniciales de Girona y Lleida (además, Lérida fue el primer nombre en catalán de esta ciudad). El nombre oficial de A Coruña resulta complicado para la estructura mental del castellano: la letra-palabra A no es un artículo -como en gallego-, sino una preposición que, además, delante de los topónimos indica dirección". A esta consideración de la lengua como fenómeno oral, más que escrito, se refieren también otros lectores. Valga lo que dice al respecto Pedro Álvarez de Miranda, de Madrid: "En toda esta cuestión se está dando una preponderancia excesiva a la expresión escrita sobre la oral, siendo así que ésta, y no aquélla, es la esencial y genuina en el plano lingüístico. Esa entronización del lenguaje escrito, impuesto anómalamente sobre el oral, implica además un no desdeñable problema adicional, el que se deriva de poner a castellanohablantes no especialmente adiestrados (o sea, la inmensa mayoría) en la tesitura de pronunciar fonemas que su lengua no posee, caso de la ll de Lleida (estoy pensando, claro es, en la mayoría yeísta) y de la g de Girona. Uno se pregunta si no sería preferible, como muestra precisamente de respeto a la lengua catalana, no someterla innecesariamente a las eventuales y tal vez grotescas deformaciones que pueden llegar a experimentar esas palabras en boca de los no catalanohablantes".

No faltan lectores que proponen soluciones hace tiempo vigentes en Estados plurilingüísticos. Pedro González de Pedro apunta al criterio de la denominación en las dos lenguas, como sucede en Bélgica. Y Fernando Navarro y Enrique Cormenzana, desde Basilea y Ginebra, respectivamente, señalan lo que se hace en Suiza, un país con tres lenguas oficiales (alemán, francés, italiano). Al margen de cual sea el nombre oficial de la ciudad (Genéve en el caso de Ginebra), se emplea el equivalente en la lengua respectiva (Genf en alemán y Ginevra en italiano). Es el criterio seguido por los medios de comunicación de ese país. El Defensor del Lector, con motivo de sus vacaciones, interrumpe el contacto con los lectores hasta el mes de septiembre.

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