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Tribuna
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Punto final

Antonio Muñoz Molina

Parece que en sólo dos semanas hubiera transcurrido mucho más tiempo. Regresamos al Tribunal Supremo quince días después de que acabaran las sesiones y es como si los dos meses que pasamos asistiendo a ellas pertenecieran a un pasado más lejano. Todo es aproximadamente igual, pero no idéntico: la sala en la que se va a hacer público el fallo no es la misma en la que se celebraron las sesiones, aunque también tiene opulencias de mármoles, rojos de seda y dorados de bronce. El calor atosigante de la calle y de los corredores deja paso a una brisa tenue de aire acondicionado. El Cristo en la cruz que cuelga en la pared es un sombrío cuadro barroco, y no una talla con policromías de sangre. Al fondo, sobre el estrado, también hay grandes sillones para los once jueces, pero esta vez sólo dos de ellos están presentes, y además no llevan togas, lo cual rebaja mucho la solemnidad de Sus Señorías. Tampoco llevan togas los letrados, y todo el mundo se mueve con una desenvoltura que hubiera sido impensable en la otra sala: hay cámaras de televisión, hay una impaciencia nerviosa, como si aún persistiera algún enigma. Justo sobre la vertical de la cabeza del presidente de la Sala hay un gran rótulo con mayúsculas latinas rodeadas por rayos o llamaradas de oro: JUSTITIAE. El calor atosigante de la calle y de los corredores deja paso a una brisa tenue de aire acondicionado.Cuadernos y bolígrafos preparados, murmullos de reencuentro, apuestas sobre la duración de las condenas, caras más tostadas que en los días lejanos del juicio, cuando a todos se nos había ido poniendo una insalubre palidez procesal. El presidente exhibe un bronceado notorio, aunque no excesivo, no impropio de su actitud siempre apacible de ecuanimidad o prudencia. Incluso el fiscal, hombre de una blancura ósea con sombreado de ceniza en el mentón y en las ojeras, ha adquirido un poco de color en estas semanas. Yo miro los sillones de los magistrados ausentes, recuerdo las once figuras togadas que solían permanecer tan inmóviles como en un mosaico de ceremonia bizantina y me digo que uno de esos hombres por encima de toda sospecha no tuvo escrúpulo en quebrar la obligación del secreto. Como en las viejas novelas de crímenes en lugares cerrados, los once saben que el culpable está entre ellos, pero sólo él está seguro de su culpa, y probablemente también de su impunidad. Me acuerdo de lo que dice uno de esos espías desengañados de John le Carré: "Mira Jesucristo, sólo tenía doce hombres y uno de ellos era agente doble".

Una voz sonora y enérgica va enumerando delitos probados y años de prisión. También hay que imaginar las caras de los otros ausentes, los acusados, que tal vez ahora mismo estarán escuchando en la radio ese redoble seco de palabras condenatorias: diez años, nueve años y seis meses, cinco años, dos años y un día. Algunos de ellos ya están en condiciones de medir el valor de esas palabras porque poseen la experiencia de la duración del tiempo en las cárceles. Para José Barrionuevo, a quien la misma voz que enuncia su condena le llama con deferencia fría "excelentísimo señor", la idea de la prisión debe de ser un golpe abstracto, una injuria tan inescrutable como los azares crueles que desbaratan una vida. Ni las afirmaciones obstinadas de inocencia de unos ni las confesiones incriminatorias de otros les han servido de gran cosa a ninguno de ellos. Juntos se sentaron todos en los bancos de los acusados y sobre todos juntos cae el peso de la condena, igualándolos por encima de hostilidades personales, conflictos de lealtades y estrategias de defensa. Retrospectivamente, se vuelve más desoladora aquella mañana de careos a gritos entre Barrionuevo, Sancristóbal y Damborenea: la sentencia les depara a los tres la infamia de una culpa y de un porvenir idénticos. Incluso les condena a pagar a escote la indemnización para Segundo Marey.

Pero todo sucede muy rápido. Con un aire descorazonador de trivialidad, en unos pocos minutos el presidente declara terminado el acto y los policías y los guardias de seguridad nos urgen a que vayamos saliendo. La gente ladea la cabeza para hablar por los teléfonos móviles, se arremolina en torno a algún abogado, acercándole micrófonos y pequeñas grabadoras. Digno y vencido, aunque no muy animoso, José María Stampa se queja de la dureza de la sentencia y pone en duda que vaya a servir para devolver a la justicia el prestigio perdido. Alguien le pregunta si piensa recurrir y Stampa alza con sorna los párpados pesados y mueve las dos manos: "Como no sea ante Dios y ante la Historia, como se decía antes...". Me marcho solo, en el mediodía candente de Madrid, con una sensación a la vez de incertidumbre y de desaliento. Frente a la puerta noble del Supremo, los indigentes habituales veranean en calzoncillos en los bancos de la plaza de la Villa de París, sin prestar la menor atención al ajetreo de cámaras y de coches oficiales, y la mujer demente de todos los días da vueltas al edificio con la cabeza baja y una mano apretando el cuello de su camisa, como si tuviera siempre frío. Al cabo de tantos años, una víctima al menos, Segundo Marey, ha obtenido alguna clase de reparación. Ha terminado este juicio, pero continúa el sórdido espectáculo de la política española.

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