_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Derechos humanos: ¿quién defiende a los defensores?

El bárbaro asesinato de monseñor Juan Gerardi, obispo auxiliar y coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, apenas 48 horas después de entregar el voluminoso informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi) sobre las violaciones de los derechos humanos cometidas en aquel país durante su largo conflicto civil, vuelve a situar en un brutal primer plano un trágico y persistente drama: el de la extrema vulnerabilidad de quienes defienden los derechos fundamentales en numerosos países donde éstos han sido históricamente quebrantados con especial intensidad.En aquellos lugares donde los derechos humanos se ven atropellados de forma más cruel y sistemática, y donde la dignidad de las personas se ve más grave y directamente amenazada por fuerzas poderosas y habitualmente impunes, frente a tal opresión y tales amenazas -con frecuencia mortales- aparece digna, sorprendentemente firme, y a veces heroica, la figura del defensor. Es decir, la presencia activa y arriesgada de unos hombres y mujeres cuya meta no es la conquista del poder, sino algo mucho más modesto, pero con frecuencia mucho más peligroso: el conseguir hacer realidad nada más -y nada menos- que aquel ideal proclamado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos: que todos los seres humanos se vean «liberados del temor y la miseria».

Quede claro que no nos referimos -salvo en muy segundo, tercero o quinto plano- a quienes, como nosotros, cuando actuamos en países especialmente castigados en este terreno, lo hacemos bajo el «paraguas» de importantes organismos supranacionales, bajo la sólida cobertura de un pasaporte diplomático de Naciones Unidas o de alguna otra potente burocracia internacional. Nos referimos fundamentalmente, por no decir únicamente, a aquellas personas -casi siempre de ciudadanía local- que, a título personal, o por imperativo de una exigente conciencia cívica y profesional, o actuando bajo la debilísima o nula cobertura de humildes organizaciones no gubernamentales siempre escasas de fondos e influencias, mantienen sin embargo sus tenaces investigaciones y denuncias frente a las actuaciones criminales de unos poderes de acreditada capacidad letal. Poderes y fuerzas tales como grupos paramilitares, parapoliciales, grandes terratenientes sin escrúpulos, cuando no cuerpos militares o policiales propiamente dichos, habituados a actuar desde la más ominosa impunidad.

Esa comunidad defensora de los derechos humanos -según es definida en un documento de Amnistía Internacional- está constituida por «una mezcla de organizaciones no gubernamentales e individuos o asociaciones. Entre ellos puede haber abogados, periodistas, líderes campesinos, sindicalistas, estudiantes, familiares de víctimas y tantos otros que denuncian e investigan violaciones de derechos humanos, apoyan y protegen a las víctimas, luchan para acabar con la impunidad, promueven la educación en derechos humanos y movilizan a sus comunidades mediante campañas para acabar con las violaciones de tales derechos».

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pues bien, en los últimos años se observa -especialmente en América Latina- una creciente escalada de asesinatos, atentados y coacciones contra los defensores de los derechos humanos, cuya vida e integridad física se ven permanentemente amenazadas. Las muertes violentas de activistas defensores de tales derechos se siguen produciendo como un «goteo» casi continuo, aunque este dramático fenómeno pase, por el momento, prácticamente inadvertido para el aparato mediático europeo, ocupado en otros asuntos de mayor espectacularidad. Mientras los líos amorosos del presidente Clinton acaparan grandes espacios informativos, titulares tales como Dos conocidos activistas de derechos humanos, asesinados en Colombia encabezan, a lo sumo, una mínima nota de escasas líneas en las páginas de internacional.

Nos hallamos, sin embargo, ante un problema de singular gravedad. He aquí algunos de los casos producidos en los últimos años, caracterizados, todos ellos, por la plena impunidad de sus autores intelectuales y, en casi todos los casos, también de los autores materiales, que rara vez llegan a ser capturados. El pasado 18 de febrero, en México (municipio de Tila, Estado de Chiapas), José Tila López prestaba testimonio, ante una delegación de observadores internacionales, sobre las violaciones de derechos humanos cometidos contra los campesinos de la zona. Pocas horas después era asesinado en una emboscada por miembros del grupo paramilitar Paz y Justicia. En Honduras, otro patriótico grupo autodenominado «Los justicieros de la noche» -siempre la justicia por delante- hizo pública a finales del año pasado una declaración en la que amenazaba a 75 defensores de los derechos humanos. La amenaza ya ha empezado a cumplirse: el pasado 10 de febrero, Ernesto Sandóval Bustillo, coordinador regional del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos (Codeh) era muerto a tiros en Santa Rosa de Copán.

En Brasil, entre tantos siniestros episodios, hace dos años y medio se dio una macabra coincidencia: el mismo día 5 de diciembre de 1995 en que el presidente Fernando Cardoso galardonaba, por sus méritos en materia de derechos humanos, al Movimiento Nacional dos Meninos da Rua, la benemérita organización que trata de amparar los derechos mínimos de los niños abandonados que viven y mueren en las calles, dos miembros activos de dicha organización, Edson dos Santos y José da Silva, eran asesinados por un «escuadrón de la muerte» en Recife (Pernambuco). Por otra parte, y pasando al ámbito rural, según la Comissao Pastoral da Terra (de la Iglesia católica), entre 1985 y 1996 se produjeron en Brasil 976 asesinatos de activistas dedicados a la defensa de los derechos humanos de los campesinos a través de su militancia por la reforma agraria, víctimas de los conocidos «escuadrones de la muerte» organizados por los grupos paramilitares y los grandes terratenientes de la región.

En Perú tampoco puede decirse que los defensores de los derechos humanos encuentren un ámbito idílico para su actuación. La sede de Amnistía Internacional en Lima fue dinamitada años atrás. El abogado Augusto Zúñiga, tras ser conminado inútilmente a abandonar su investigación sobre un destacado caso de desaparición, resultó mutilado en su día por el estallido de una carta bomba que le ocasionó la pérdida de un brazo. El doctor Mario Cavalcanti, defensor de derechos humanos en Ayacucho, sufrió sendos atentados con bomba en su casa y en su despacho. No obstante, y soportando todo tipo de coacciones, los defensores peruanos de los derechos humanos -como los de tantos otros países- continuaron, y continúan aún, cumpliendo su difícil y humanitaria función.

En Colombia la situación de los defensores presenta especial dramatismo y precariedad. Los aproximadamente 30.000 homicidios de motivación política registrados en la última década arrojan sobre los activistas de los derechos humanos unos niveles abrumadores de trabajo y, sobre todo, de riesgo. El asesinato en Bogotá, hace escasos días, del abogado Eduardo Umaña no es más que el último drama de este género, y el último hecho luctuoso que vuelve a clamar a gritos la urgente necesidad de una adecuada protección para los activistas defensores de los derechos humanos en aquel martirizado país. También en 1997 fueron asesinados en su domicilio de Bogotá dos importantes defensores, destacados miembros del Cinep (Centro de Investigación y Educación Popular), Mario Calderón y su esposa Elsa Constanza Alvarado, cuyo padre también cayó asesinado y su madre gravemente herida en la misma acción criminal. Pocos meses antes, fue muerto a tiros Josué Giraldo, presidente del Comité Cívico de Derechos Humanos del departamento del Meta, tras haber prestado testimonio ante el Parlamento Europeo. En su día fue igualmente asesinado, en Barrancabermeja, Julio César Berrío, miembro de Credhos (Comité Regional por la Defensa de los Derechos Humanos), acribillado por dos paramilitares desde una moto. Un mes más tarde, en la misma ciudad y de idéntica forma -y tal vez por los mismos asesinos- fue eliminada Ligia Patricia Cortés, miembro del mismo comité. En la misma ciudad, Blanca Cecilia Valero, miembro de dicho comité regional, al salir de sus instalaciones, fue interceptada por varios sujetos que le dispararon a quemarropa, causándole la muerte.

El propio Hernando Valencia Villa, procurador para los Derechos Humanos de Colombia (equivalente a nuestro Defensor del Pueblo), a raíz de sus investigaciones sobre un importante asesinato político, con evidente implicación de un alto mando militar, sufrió tan graves y directas amenazas -dirigidas también contra su familia- que hubo de salir precipitadamente del país en septiembre de 1995, bajo la protección de la Embajada de España. El Gobierno de Colombia, ante la persistencia de las amenazas sufridas por determinadas personas e instituciones, ha proporcionado algunas ayudas materiales encaminadas a mejorar los niveles de protección, tales como chalecos antibalas para las personas más amenazadas y puertas blindadas para las sedes de algunas ONG. Pese a la buena voluntad de estas ayudas, resulta evidente su insuficiencia: la verdadera protección sólo vendría de una fuerte decisión política, respaldada por una enérgica y eficaz acción policial y judicial, nacional e internacional, frente a todos aquellos grupos y organizaciones -por muy fuertes que sean- que practican éste y otros tipos de criminalidad. Requisitos, por desgracia, inalcanzables en la Colombia de hoy.

Un grupo de trabajo de la ONU, constituido al efecto en 1985, se ha tomado nada menos que trece años de análisis, debate, propuestas y trabajos conjuntos hasta lograr consensuar (el pasado 4 de marzo) un proyecto de declaración sobre la protección debida a los defensores. Sería una excelente forma de celebrar el 50º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948: el conseguir que tal proyecto, tan trabajosamente consensuado, supere rápidamente los trámites finales para convertirse en un instrumento válido de aplicación. Un instrumento capaz de proporcionar, con un cierto grado de eficacia, la protección que, de forma cada vez más perentoria, los defensores de los derechos humanos merecen y necesitan en sus peligrosos ámbitos de intervención.

Prudencio García es coronel ingeniero (R), investigador y consultor internacional del INACS.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_