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Fijar la mirada

Vivimos un hecho relevante y nos preguntamos qué quedará de él en la memoria dentro de algunos años, qué detalles de los que en este instante no somos ni siquiera conscientes estarán llamados a perpetuarse y qué otros, magníficos en apariencia, sucumbirán finalmente al olvido. En diciembre de 1971 se celebró en Argel un festival de música mediterránea y el presidente Bumedian recibió a los participantes en el Palais du Peuple. Yo iba allí enrolado de guitarrista en una compañía flamenca y recuerdo la mano lánguida del mandatario y su expresión hermética, y si hago un esfuerzo de concentración puedo rescatar algunos otros sucesos memorables, pero el recuerdo más tenaz y más vívido es el de unos niños desharrapados que en la plaza frontera del palacio disparaban con tirachinas a los pájaros que ya empezaban a acomodarse en los árboles para dormir.La depuración que la memoria hace de nuestras vivencias es en verdad inescrutable. Liba en nuestro pasado y de pronto un día nos lo devuelve despojado de fastos pero misteriosamente enriquecido de pormenores imprevistos. De un profesor de filosofía que yo tuve en el bachillerato recuerdo con precisión su costumbre gratificante de cruzar las piernas y jugar con el elástico de los calcetines mientras esclarecía a Hegel, en tanto que de Hegel lo he olvidado todo salvo su oscuridad impenetrable.

Cosas así invitan a interpretar la expresión equívoca de la Gioconda como uno de esos momentos de distracción en que alguien desvía los ojos de la solemnidad del protocolo para ir a fijarlos en algún detalle menor donde la vida se muestra de pronto en toda su enigmática y descarada espontaneidad. A veces he reconocido esa mirada (esos apartes a un tiempo críticos e inocentes), cómo no, en mis alumnos.

Y es que, en efecto, las lecciones que nos ofrece la memoria debían alertarnos a los profesores sobre el destino de nuestras enseñanzas, y en particular de aquellas que se transmiten como un fardo cultural que está ahí, embalado y listo para el transporte, y que no hay más que cargar con él para apropiárselo de una vez para siempre. La Generación del 98, por ejemplo. Los profesores de literatura llevamos muchos años conmemorando el centenario de este gran trampantojo. Si existe el infierno, y si en él hay diablos pedagogos, es probable que a los profesores que no hemos sido buenos nos condenen precisamente a eso: a explicar la Generación del 98 por los siglos de los siglos a un grupo de jóvenes igualmente réprobos, ensopados todos de tedio y de melancolía, y sin la más leve esperanza de remisión. Y ya me imagino allí a ciertas lumbreras que yo me sé presas de patas en su propio unte cultural. Porque claro está que no se trata de leer sin más a Antonio Machado, a Valle o a Baroja (que eso sería tanto como cursar estudios de ginecología en un burdel), sino de poner sus obras al servicio, y a mayor gloria, de un esquema conceptual previo, o lo que es lo mismo: de obtener un botín cultural. Uno no acaba de admirarse de cómo la crisis espiritual europea de fin de siglo, con toda su complejidad ideológica y estética, ha quedado en España poco menos que reducida a la pérdida de una isla y a la exaltación de una meseta. Y así, todos los años allá por el otoño, los estudiantes de último curso de bachillerato aprenden un poco de historia, un poco de geografía, un poco de sociología, un poco de religión, algo de política y apenas nada de literatura. Pocas cosas hay tan confortables como esos saberes clausurados que, al modo de la panorámica que se le ofrece al excursionista para premiar su esfuerzo, crean la ilusión de un conocimiento transparente y por tanto indudable, y que nos defienden contra la angustiosa pululación de menudencias y excepciones de que está hecha la realidad y, de rebote, la literatura.

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Del mismo modo que Ortega nos prevenía contra la tentación de ser ejemplares, así el saber literario no debería tampoco intentar ser esencial en el sentido estruendoso o afectado del término, sino empapuzarse por el contrario en las contingencias, y recrearse en ellas, con la seguridad de que, si algo hay esencial en la literatura, sólo se revelará desde las entrañas mismas de la obra. Y no es que uno tenga nada personal contra los contextos. Al revés: a uno le gusta definir la literatura como el patio de vencindad de las humanidades, y cree que la lectura es siempre ocasión de encuentros y curiosidades de todo tipo. Pero también cree que la educación estética comienza en el instante en que aprendemos a amar lo concreto, a intuir y a analizar y a sentir el caudal insólito de pensamiento y de emoción que atesora un detalle, lo cual es transferible a la vida y sirve de aprendizaje impagable para fijar la mirada en un mundo donde todo invita a la dispersión, al merodeo y a la fugacidad. Fijar pacientemente la mirada en las palabras y en las cosas: en eso consiste el arte de la lectura, y en definitiva del conocimento. Del mismo modo, la memoria conspira siempre contra el saber inauténtico. Un día cualquiera, el recuerdo se distrae un instante, y aparta la mirada y el oído de la clara teoría para atender al latir de la fuente en un poema de Machado leído muchos años atrás.

Luis Landero es escritor.

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