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Tribuna
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La callada secuela

Escribo con la tristeza de que lo ecológico merezca real consideración tras las catástrofes y no antes, para que éstas sucedan menos. Cierto es que esta sección acoge centenares de noticias sobre la situación del medio ambiente. Cierto es que este periódico ampara una columna quincenal sobre el derredor. Pero no menos evidente es que los repuntes de la cuestión siempre tienen que ver con los acontecimientos más catastróficos o amenazadores, por lo que lo ambiental suele resultar antipático. Uno quisiera escribir hoy, precisamente hoy, sobre ese fascinante hálito que emana del parque nacional más conocido. De sus convocantes espejismos en la llanitud felizmente inundada. De esas faunas que todavía se resisten a entrar en la historia de la escasez, como casi todas las otras. De que Doñana es algo así como la novia colectiva de todos los amantes de la naturaleza de este país y de media Europa. Pero no, toca describir las consecuencias de un luto doblemente anunciado.

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Lo grave no ha pasado, está por llegar. En lo ambiental es siempre de mayor rango, peligrosidad y consecuencias lo que viene tras la contaminación que el suceso que la convierte en noticia. El presente, sólo puede ser calificado como de descomunal tristeza e indignación. Al ayer hay que considerarlo típico, por tanto como una ristra de desinterés y negligencia, acaso delito. Y al mañana le conviene la definición de incierto, porque arreglar este formidable descalabro será difícil, largo y costosísimo. Con la riada de aguas ácidas han viajado algunos de los contaminantes más tenaces, dañinos y persistentes que se conocen. Metales pesados como el plomo, al cadmio y el mercurio... Venenos directos como el arsénico...

Se trata de compuestos que, aunque muy minoritarios en relación a la masa del derrame contaminante, darán muchos quebraderos frente a su eliminación real. El cadmio es un tóxico que afecta a los humanos, directa e indirectamente. Queda descartada la primera categoría de la incidencia con unos mínimos de precaución, bastará el desuso de las aguas y de los alimentos que hayan estado en contacto con la negra inundación. No así, por supuesto, la fauna y flora de las zonas afectadas y de los animales que hayan consumido la primera oleada de cadáveres provocada por la contaminación. Porque ese metal pesado, así como el plomo, tiene la capacidad de intimar letalmente con los seres vivos. Afectan a la respiración celular y se acumulan en los tejidos de las plantas, desde las más sencillas hasta las más complejas. Luego se acumulan en los tejidos y dañan al cuerpo entero y hasta lo ultiman.

Como todo es cuestión de dosis, la verdadera incidencia de este desastre es cuánta hay de esos tóxicos a disposición de las personas, de los animales y las plantas de Doñana. Y sobre cuánta podremos eliminar para que les resulte menos dañina a las cadenas vivientes del parque. En este sentido, no puede olvidarse que si bien el veneno no ha llegado dentro del ámbito estrictamente protegido, que ya se verá, los animales del parque sí pueden llegar al veneno. No de menor, sino de la mayor consideración, es si somos realmente conscientes de que el luctuoso potencial de esos tóxicos puede superar fácilmente el decenio. Y, sobre todo, hay que indagar y formalizar el proceso de limpieza de todo lo desparramado. De no ser así, las próximas lluvias otoñales pueden introducir los venenos en los aguazales más importante de Europa, que precisamente necesitan la llegada de los aportes del Guadiamar para ser lo que son.

Adensa la contradicción el hecho de que hace ya más de dos lustros que se clama por la limpidez y mayores caudales de esas aguas ahora definitivamente asesinas. Todo esto era evitable. En lo ambiental, como en casi todo lo que tiene que ver con la vida, lo más sencillo, barato y efectivo es cuidar de lo que tenemos. Y esa mínima sensatez es la que de momento sigue faltando en lo político, en lo social y, por supuesto, en la base que hoy lo sostiene casi todo, que son los medios de comunicación.

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