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De interés para nacionalistas

Pujol mostró ayer ante el Parlamento de Cataluña su satisfacción por los acuerdos alcanzados estos días en Madrid, en particular en materia de inversiones en infraestructuras, asunto sobre el que existía alguna inquietud a la vista de ciertas opiniones del ministro de Fomento. Tres días antes, el presidente catalán había manifestado que para eliminar del lenguaje político términos como soberanía o autodeterminación sería necesario "que Cataluña cuente con mayor poder político". Respondía así a las declaraciones realizadas la víspera por el presidente del Congreso, Federico Trillo, que había considerado "anacrónicos" dichos conceptos y abogado por sacarlos del debate político.Los nacionalistas catalanes y vascos, europeístas de larga data, no ignoran que la construcción de la Unión Europea se caracteriza por la constante transferencia de soberanía de los Estados a instancias supranacionales, y que ello relativiza enormemente conceptos como el de autodeterminación: sería absurdo reivindicar estatalidad propia para transferirla a continuación a la UE. Si los nacionalistas se resisten a renunciar a esos términos es porque les atribuyen gran poder intimidatorio en sus relaciones con el poder central. Lo tienen en la misma medida en que su reivindicación es potencialmente desestabilizadora, lo que trasluce un cierto ventajismo. Ello irrita sobremanera a quienes no comparten su fe, y es lógico que así sea porque de los hechos diferenciales se deducirá la necesidad de garantizar la personalidad cultural, pero no forzosamente el derecho a contar con mejores carreteras.

Sin embargo, esa dialéctica es una derivación hasta cierto punto inevitable de la lógica autonómica. Uno de los objetivos de ésta es ayudar a traducir las utopías y emociones nacionalistas en reivindicaciones tangibles: que se pueden aceptar o denegar en función de criterios racionales, como la relación de fuerzas en el Parlamento, los equilibrios territoriales, etcétera. Lo inaceptable no es que los nacionalistas reivindiquen ventajas para sus territorios -algo que también hacen los podrían hacer los parlamentarios de territorios sin tradición nacionalista-, sino que lo hagan esgrimiendo amenazas soberanistas. Sobre todo, porque plantear la cuestión en ese terreno somete al sistema autonómico a tensiones que comprometen su viabilidad; algo que los nacionalistas deberían ser los más interesados en evitar.

Los nacionalistas dan por supuesto que el derecho de autodeterminación es algo indiscutible, que nadie podría negar sin mala fe. Al argumento práctico de los efectos desastrosos derivados de su aplicación en la antigua Yugoslavia y otros lugares oponen el caso de Quebec. Sin embargo, puede haber motivos morales para oponerse a la autodeterminación, y no es seguro que el de Quebec sea un modelo a imitar.

El Gobierno de Canadá acaba de plantear al Tribunal Supremo una consulta sobre si su Constitución o el derecho internacional otorgan a Quebec el derecho a decidir unilateralmente su separación. ¿No deberían ser consultados los demás canadienses sobre una decisión que les afecta en muchos aspectos? No es la única duda. ¿Por qué varios referendos con resultado negativo se consideran provisionales, y definitivo, e irrevesible uno que resultara favorable aunque fuera por escaso margen? Obligar a los votantes a elegir soberanía en términos excluyentes polariza a la población y lo único que garantiza es que ninguna de las dos respuestas posibles obtenga menos de, digamos, el 40% de los votos. Convertir en derrotados sobre una cuestión de ese calado a cerca de la mitad de los ciudadanos no parece muy inteligente, si puede evitarse. Además, a poco compleja que sea la situación, los derrotados en el conjunto podrán ser mayoritarios en determinadas zonas (Álava, Santa Coloma), lo que plantearía serios problemas de cohesión interna. De ahí la superioridad moral y práctica de la fórmula autonómica, con la que se identifica no la mitad sino fácilmente el 80% de la población.

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