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Inocentadas neomodernas

El 28 de diciembre del recién finalizado año, después de pasar varios días sin leer periódico alguno, hojeé al fin uno, en un bar de la isla de Arousa, cara al pequeño puerto saturado de los colores grises de la lluvia. Una página entera estaba dedicada al progama de la Casa de Cultura de Villagarcía, y la conferencia principal llevaba por titulo A porcelana na cociña moderna, y supongo yo que todos ustedes podrán adivinar quién era la conferenciante. A esto hemos. llegado, me dije, sin excesiva extrañeza, cavilando sobre la jugosa cifra que la bella anunciante de baldosas habría conseguido por poner sus pies -en plenas fiestas navideñas, un desapacible día de invierno en, la sala de conferencias de la Casa de la Cultura de la antes llamada perla de Arousa y concluyendo que si la bella señora era capaz de hablar una hora -o siquiera media- de tan sugerente tema bien merecía la cifra prometida, por alta que fuera.Cuando, bastantes horas más tarde, caí en la cuenta de que aquel programa no era sino una inocentada, me asombré del ingenio de sus autores, que me habían hecho confundir de manera tan contundente la realidad con la broma. Bien es verdad que llevaba una semana sin leer el periódico, y ese alejamiento de los hechos -de la información de los hechos- quizá me había hecho olvidar su naturaleza. Pero también podía haber sucedido al revés, que el alejamiento de los hechos me hubiera dado una perspectiva más justa y que, desde la ignorancia y el olvido, hubiera percibido, en el mismo plano, la realidad y la broma, y pudiera concluir así que la realidad se parece cada vez más a la broma, y muchas veces, aunque no desde luego en el caso que comento, a bromas crueles y espeluznantes.

Era en todo caso claro que los autores de la inocentada eran perfectamente conscientes de la condición resbaladiza de la realidad y sólo a partir de ella concibieron, para tomarnos un poco el pelo, con la esperanza, casi la seguridad, de confundirnos, el incomparable programa de actividades de la Casa de la Cultura. Porque todo eso podía suceder, era casi verosímil. Vivimos rodeados de inocentadas, vivimos inmersos en la confusión, y es difícil elaborar criterios firmes, más aún, seguramente, respecto a los variados asuntos que transitan por los amplios terrenos de las casas de las culturas.

Sin ir más lejos, al término de la calle que aboca al puerto de la susodicha antigua perla de Arousa, surgió, quizá hace un par de años, un extraño ensamblaje de piedras troceadas que no se sabe ni qué es ni qué función tiene, como no sea la de ocultar el más preciado bien que tienen todas las villas y pueblos nacidos a la orilla de la ría, el mar. El absurdo ensamblaje de piedras, que, de sugerir a algo, remite a una torre o construcción de trozos de galletas salida de las manos de un miembro de la familia Picapiedra, pudo haberse inaugurado otro 28 de diciembre y haber sido una perfecta inocentada, pero, por lo que ya podemos comprobar, no ha sido así. La inocentada de no ver el mar y tener que contemplar, a cambio, el ensamblaje, ha perdurado, se ha hecho realidad firme y seria; no era, en suma, una inocentada.

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De manera que las cosas no son tan discernibles. Mirando la escultura del puerto de Villagarcía, me vino a la cabeza el impresionante monumento del arte moderno que es el Museo Guggenheim, enclavado en la ría de Bilbao, y cuyo interior no conozco y sobre el que no tengo demasiada curiosidad, porque hasta el momento me basta y me sobra con el exterior. Al término de la calle de Iparraguirre -si no recuerdo mal-, la ola de titanio constituye una aparición verdaderamente mágica, inmensa, luminosa y viva. Te acercas a ella con un poco de temor, porque en cierto modo subraya tu insignificancia, pero luego, mientras la miras de cerca, mientras la rodeas, ves que no te va a hacer ningún daño. Si es que es un animal, un dragón o algo así, no es malévolo. Su magnificencia, tan plateada y cambiante, que refleja todos los matices del plomizo cielo de Bilbao, está allí para que cada observador la disfrute y la haga suya. No oculta nada, no quitanada. Está allí para dar, y esa sensación se palpa en el aire, en todo el entorno del museo. Puede que, a la vez, como se ha señalado, sea también un signo deesta época de tan confusos y pobres contenidos, al ser, en su exterior, una obra tan espectacular que el interior queda casi automáticamente engullido y anulado. Y, de todos modos, el impresionante edificio u ola o dragón o lo que sea no deja de ser significativo de las categorías que hoy imperan, del criterioque rige en las decisiones del poder, más inclinadas a favorecer y premiar lo espectacular que a realizar labores más esforzadas, más calladas, útiles y necesarias, porque muchos son los huecos que por desgracia están sin cubrir dentro del espacio más mínimo y básico del amplio territorio de la cultura.

Pensé en el Guggenheim de Bilbao frente a la escultura del puerto de Villagarcía, aunque nada tienen que ver -empezando, obviamente, por el tamano-, seguramente porque la imagen del Guggenheim nos va a surgir ya siempre en la cabeza a todos los que la hemos visto y admirado en cuanto nos topamos con el difícil conflicto de tener que decidir qué es arte y qué es inocentada. Conflicto moderno, de nuestra era, desde que los artistas dejaron de considerar que la reproducción e imitación de la realidad -lo que se llamaba realidad, que era muy poco- era la única fuente válida de inspiración en las bellas artes.

Yo puedo, con los pequeños recursos del lenguaje, tratar de explicar qué significan para mí estos edificios y esculturas. Puedo, desde luego, añadir que me parece más urgente y prioritario intentar solucionar los grandes problemas de la incultura e ineducación general, antes que hacer monumentos, malos o buenos. Y concluir con ciertas quejas sobre el mundo y sus confusos criterios. ¿Es que tenemos queaceptar la vida que discurre enesta balsa tambaleante y sin embargo tan sólida, tan indestructible, que sobrevive a todo, que flota sobre todo? Todo se escucha, todo se engulle, todo se lolleva el viento. Y nuestra voz, nuestra propia voz, se aleja y se disuelve. Pero sólo tenemos eso -y quizá sea mucho-, nuestra voz, nuestra duda, nuestro extrañamiento.

Soledad Puértolas es escritora.

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