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Tribuna
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Cómo somos

Juan José Millás

Prosperidad estaba bien situada con relación al aeropuerto de Barajas, por lo que en los primeros sesenta se empezó a poblar de azafatas, pilotos, mecánicos de vuelo y empleados aeronáuticos en general. El padre de Vicente Holgado, un compañero del colegio Claret, era piloto de Iberia y tenía una casa estupenda en López de Hoyos, donde vimos las primeras imágenes de televisión en blanco y negro. Vicente nos surtía de aquellos chicles aplastados que su padre traía de América y en los que se concentraba el prestigio de lo extraplano del que años después se benefició con éxito la industria relojera suiza. En su casa descubrimos la primera caja de kleenex, que nos pareció un lujo insoportable. La cultura del usar y tirar resultaba incomprensible en personas que se encariñaban enseguida con lo que manejaban. De hecho, aquella caja de pañuelos de papel permaneció años en el salón para ser adorada, pero nadie, que nosotros supiéramos, llegó a usarla para fines que no fueran religiosos. Rezábamos por ser colonizados.La casa de Holgado tenía aún otro estímulo: las batas transparentes de su madre, que se paseaba por el cuarto de estar ataviada con unos tejidos extranjeros tras los cuales, en fugaces y enloquecedoras visiones, aparecía la dimensión de la piel, entonces tan profunda. Lo único realista y en consecuencia chocante de aquella mansión era un baldosín colgado en la pared del pasillo donde ponía: "Aquí vive un radiotelegrafista". Pese a nuestra ignorancia, sabíamos que un radiotelegrafista era inferior a un piloto en cualquier escalafón al que se acudiera a consultar. A ningún general, pensábamos, le habría gustado presumir de sargento. Pero nadie se atrevió a colocar a Holgado frente a aquella contradicción que él parecía sobrellevar con enorme entereza (aún no conocíamos el término desfachatez).

-Mi padre es piloto -decía a la menor oportunidad, como si jamás hubiera visto aquel ladrillo delator.

El otro detalle realista era también un azulejo cercano al anterior, aunque algo más cutre, en el que se podía leer:"Dios bendiga cada rincón de esta casa". Si me gustaba aquel hogar era precisamente por la imposibilidad de que Dios se encontrara a gusto en él, o eso pensaba yo cuando veía salir del dormitorio a la madre de Vicente envuelta en aquellos tejidos vaporosos mucho más excitantes que el nailon, adonde nuestra imaginación escalaba ya con dificultades. Habría dado la vida por tocar los encajes de aquellas prendas, que seguramente se deshacían, como la niebla, entre los dedos. Pero en todo placer hay siempre unpunto oscuro, y el que me atormentaba a mí era el del baldosín con la leyenda del radiotelegrafista. Si el padre deVicente no era piloto de verdad, todo lo demás, incluidos los Estados Unidos de América y los pañuelos de papel,corría el peligro de ser también una fantasía imposible. Un día no pude controlarme y le señalé el azulejo

-¿Pero tu padre es piloto o qué? -pregunté aterrado.

-Ah, eso -se limitó a decir Vicente observando la prueba del delito como si no hubiera reparado hasta entonces en ella.

Aquel día no quise presionarle más y después ya no tuve oportunidad de hacerlo porque se fue distanciando de mí y pronto dejé de ir a su casa. Durante muchos años todavía continuamos cruzándonos por las calles del barrio y luego supimos el uno del otro por terceras personas. Vicente, en fin, intentó estudiar para piloto, pero pareceque fue rechazado y se marchó a América, donde entonces se obtenía ese carnet con la facilidad del de conducir.Cuando regresó a España logró tras infinitos esfuerzos ser admitido en Aviaco. Yo entonces trabajaba en el gabinete de prensa de Iberia, y un día apareció por allí de uniforme,y me trató con enorme desprecio, lo que se ajustaba a su idea de ser piloto. Me hizo gracia, pero sobre todo me hizo pensar que venimos al mundo para corregir estas pequeñas desviaciones entre nuestra novela familiar y nuestro currículo. Vicente había dedicado su vida a enmendar aquella imperfección de su padre. Seguro, pensé, que ahora tendría en su casa un azulejo en el que ponía: "Aquí vive un piloto". O mejor aún: "Aquí vive un astronauta". Para jorobarle la existencia a su hijo, que tendría que superarle. Cómo somos.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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