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Tribuna
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La ciudad reencontrada

¿Qué fuera de todos nosotros, los infantes infelices nacidos después del fatídico año 1959, sin la obra novelística de Guillermo Cabrera Infante?Cabecearíamos perdidos sin el barrio, sin la ciudad, y luego sin el mundo. Flotaríamos sin recuerdos, sin esquinas de referencia, sin la música de las calles de esa Habana hoy apuntalada, barrida como un tablero de regadas y regateadas fichas de dominó, o semejante a un rompecabezas con la mayoría de las piezas extraviadas. Conseguí (verbo clave en Cuba) Tres tristes tigres cambiando el libro por tres latas de leche condensada, mi cuota mensual de la libreta de abastecimiento, por supuesto que sólo obtuve el derecho a quedarme un mes con la novela, lo cual era una verdadera proeza, pues normalmente el dueño del libro sólo lo prestaba, intercambiándolo por algo de comer, claro está, durante el corto periodo de una semana. Por aquella época yo contaba 17 años y la fotocopiadora aún no había hecho irrupción en la isla. El hecho es que me di a la tarea de ir copiando a mano el libro a medida que lo iba leyendo. Cosa de no perder al menos su contenido. Aventura caligráfica que ya había experimentado con autores anteriores. Durante un mes me privé de la leche, pero bebí de un tirón la prosa exuberante, riquísima, del escritor exiliado. Yo no tenía la más mínima idea de quién se trataba; sólo sabía que su nombre pronunciado en alta voz podía costar caro. Luego vinieron las historias de aquí y de allá, la chismografia barata de costumbre, pero yo cerré los tímpanos y leí, y copié, como una desmelenada. Y mientras más devoraba las páginas, más honda y sensible me volvía, pues a través de esa novela descubrí y comprendí el universo, la juventud de mi madre, sus amores, sus anhelos y sus desvelos censurados, cortados de un tajo. Mi madre podía haber sido muy bien fuente inspiradora de uno de los personajes femeninos de Tres tristes tigres, por ejemplo Gloria Pérez, la Cuba Venegas. Incluso ella se llama así, como el primer nombre, Gloria Pérez. Y siempre he abrigado la deliciosa sospecha de que mamá y Cabrera Infante se tropezaron en algún mal o buen paso de sus juventudes. Además, mi madre adoraba revolcarse en los cabareses; en uno de ellos conoció a mi padre, y hasta creo que al salir una de esas noches de bares y cantinas me concibieron a mí. Algo que constituye todavía más duda que verdad. Gracias a Tres tristes tigres me reconcilié con la desfachatez de mi progenitora.

Un muchacho a quien conocí años después me contó que cuando terminó de leer las novelas clandestinas de nuestro escritor, salió con un amigo a desandar La Habana, para poder ubicar los sitios ubicados en las narraciones. Eso ocurrió a finales de los setenta, y los dos efebos regresaron a casa cabizbajos, polvorientos y fatigados de impotencia. Muy poco habían hallado de esa Habana festejada por Cabrera Infante. Las ruinas y los carteles de "Cerrado por reforma" les habían ganado la partida y cortado el aliento. Los cines, los bares, la música, la vida, la muerte y el amor se habían amazacotado en la desidia reinante, en los escombros absurdos, en la sordidez de los himnos, en el borrón y cuenta nueva de las imágenes del pasado. Vivíamos en una ciudad sin historia, sin antecedentes; debíamos aceptar con optimismo ser combativos -yo sustituiría por resentidos-, adaptarnos a nuestra categoría de hombres nuevos; sin manchas en los expedientes, sin derecho a la memoria.

Acabé por constatar que, o no tenía buena suerte, o yo era una perdida, pues cada vez que citaba el nombre de un autor que me gustaba resultaba ser decadente para la opinión de mi puntillosa y apendejada profesora de literatura. Engrosaban la lista de los decadentes José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Lidia Cabrera era tildada de oscurantista, Guillermo Cabrera Infante de gusano. Pero para mí el gusano se había convertido en mariposa y había tejido una seda inigualable con los hilos secretos, prohibidos, filosóficos de La Habana. Filo igual a vida, Sofía equivalente a sabiduría de la noche, cual un altar en donde el habanero se ofrenda santo, putón, desnudo como un lomo ahumado al duro y sin guante en la bandeja del deseo. Lasuerte estaba echada. "Sólo lo difícil estimula", escribió Lezama, y esa frase definía el estado de rebeldía permanente en el que fui sumergiéndome. "Habanidad de habanidades, todo es habanidad", escribiría Cabrera Infante más tarde, y ése era el único concepto que me seducía, la asignatura que debía aprobar con el máximo. Y me lancé a la universidad de la calle.

Yo amaba, amo profundamente mi ciudad, y ella había sido descrita por un sabio, un cartógrafo de almas en pena y en panne entrelazadas, contando y tarareando también sus alegrías, sus ritmos súbitos, sus escalofríos o calorcitos en el páncreas provocados por la ricura de los rejuegos de palabras, los escándalos transformados en hechizos. Yo era hija de un solar, y Cabrera Infante me ofrendaba en exquisita literatura la magia de un toque de tambor, la artesanía del compás de unas claves, el delirio de los cuerpos rezumantes de esperma o flujo vaginal. Yo había vivido una infancia milagrosa, para algunos demasiado. Es el colmo para "esos algunos" que mi segundo nombre sea el de Milagros, y el milagro encabritado de mi ciudad me asaltaba en cada página, desvelándome la furiosa resonancia del sincretismo religioso, iniciada como había sido en él, hasta en ese instante de la lectura, de la manera más sencilla e insospechable del mundo, sin aspavientos. Yo, hija de Oshún y criada en el regazo de Yemayá, me reconocía cantada en uno tras otro de los fogosos renglones del escritor.

Lo curioso es que Cabrera Infante también auguró el destino trágico de La Habana, y lo asumió como su personaje mayor. Como el de una muchacha al borde del muro del Malecón, con un bloque de cemento amarrado al cuello con el único propósito de hundirse, hundirse, hundirse... y que de repente decide aferrarse a la vida justo en el instante en que sus cabellos han empezado a encanecer y sus dientes a aflojársele. Cabrera Infante intuyó que esa Habana iría a desaparecer, y supongo que por eso la escribió. Para que nosotros, infantes difuntos nacidos después del ametrallador año 1959, no nos quedáramos sin ella. Para aprehendernos el color de sus paredes, a pesar del descascaramiento impuesto por el desprecio y la envidia, guardándonos así frasquitos repletos del sudor de sus antiguos bailadores en los rincones de las notas al pie de página. Notas agregadas por mí con la nostalgia del que ya es un exiliado en su propio país, un ido de la realidad.

Hace dos años, en Berlín, en un malogrado encuentro de escritores cubanos de "adentro" y de "afuera", definición que detesto, pude comprar, con dinero auténtico, válido en todas partes, y ganado con el sudor de mi frente (porque no sólo cuando una baila o corta caña suda; también se transpira cuando se escribe, y mucho), sacado de mi monedero, las novelas de Guillermo Cabrera Infante. De regreso a París me asombró la extraña sensación de libertad que sentí al releer, línea a línea, y con idéntico o mayor placer, pues lo hacía de manera natural, sin presiones de préstamos apresurados, sin miedo a perder algo (¿qué iba a perder yo en definitiva?). Entonces me entró el desasosiego; quise abrazar a mi madre y no pude; me invadió el olor rebuscado de mi ciudad, mezcla de salitre, de peo embotellado, de carie purulenta, de yerba húmeda, de leche quemada o eyaculada, de fríjoles sazonados, de lociones de medio pelo, de espaldas y senos moteados con talcos de lavanda, de verijas grumosas de maizena. Luego retomé las 175 cuartillas que había traído de La Habana, el origen de mi novela Te di la vida entera (La douleur du dollar), y reinicié desenfrenada escritura con el ansia de acaparar cuanto detalle o recuerdo hubiera quedado reguindado en una zona oculta de mi memoria, enganchado en un escondite de mi infancia, como cuando de niña me escabullía de mi abuela e iba a resguardarme detrás de las columnas del viejo convento de Santa Clara. Durante larguísimas madrugadas escribí y soñé. Soñaba que me paseaba por una avenida de París, doblaba por una esquina y caía en un callejón de mi Habana vieja; entonces, ¡pum!, ahí despertaba anegada en llanto. Escribí trescientas y pico cuartillas sobre una ciudad reencontrada en la vida y en la literatura, queriendo homenajear la obra magistral de Guillermo Cabrera Infante.

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