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La historia de España vista desde la Alhambra

Hay lugares donde las cosas se perciben mejor, donde se nos revelan con claridad, sin necesidad de grandes esfuerzos de comprensión o análisis. Por lo que hace al sentido global de la historia de España, uno de estos lugares es, sin duda, Granada y, sobre todo, la vista de la Sabika, la colina en que se alza la Alhambra, el "castillo rojo" de los monarcas nazaríes, "preciado trofeo de victoria de los Reyes Católicos y sus inmediatos sucesores", como lo definió Torres Balbás.Toda Granada compendia el fin último del prolongado esfuerzo medieval de los reinos cristianos de la Península -lo que se llamó "la restauración de España"-, y a la vez refleja admirablemente la impregnación de ciertos rasgos del espíritu del adversario secular sobre sus conquistadores. Pero además, en la conquista del reino nazarí y en la toma final de su capital se suman los recursos de las dos coronas, la castellana y la aragonesa, en el primer gran ejemplo de lo que será la unidad política de la monarquía hispánica consolidada en el reinado de Carlos I, el común heredero de los Reyes Católicos.

En la construcción de la Capilla Real y de la Casa Real Nueva de la Alhambra -lo que hoy conocemos como palacio de Carlos V- todo esto se aprecia con entera exactitud, añadiéndose la dimensión europea y americana de nuestra historia en los emblemas carolinos. De las armas de Castilla, León, Aragón, Sicilia y Granada, propias de Fernando e Isabel, se pasa al Plus Ultra y las columnas de Hércules y a las cruces de San Andrés y el Toisón borgoñonés, manteniéndose en casi todo el respeto -sólo alterado en épocas posteriores- al maravilloso palacio musulmán, al que se incorporan en perfecta simbiosis las habitaciones de Carlos V, con el patio de la Reja, el jardín de Daraxa y la parte superior del peinador de la reina. Las críticas de los viajeros románticos -desde Ford en adelante- al emperador y sus arquitectos por su alteración de la Casa Real Vieja carecen, por tanto, de auténtico fundamento, como ha demostrado cumplidamente la historiografía posterior. Eso sí, el palacio de Carlos V, dominando con su mole el conjunto de la Alhambra, representa una afirmación de la cultura renacentista de Occidente incomparablemente más potente en significación simbólica que la de ningún otro monumento, por el contraste con el espléndido testimonio vecino de la civilización islámica.

La historia hispánica se muestra así en la colina del "castillo rojo" granadino con sus líneas dominantes, sus oposiciones y sus claroscuros. De ahí, sin duda, la compleja emoción que experimentamos al mirarla. No es sólo un hondo sentimiento estético el que se alcanza ante la Alhambra, es también un recordatorio vivo del significado de la historia para la comprensión de nuestra identidad. No es preciso repetir ideas bien sabidas sobre este fenómeno, más aún cuando, como en la Alhambra, las imágenes las sustituyen con ventaja. En cambio, es ahora necesario apoyar el restablecimiento del papel de las humanidades -y sobre todo de la propia disciplina histórica, con toda su extensión y complejidad- en la formación de las personas.

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Si el hombre es un ser histórico, como piensan Dilthey y Ortega, ello quiere decir que es un ser con memoria. La historia es "la vida de la memoria", decía Cicerón. De ahí que una buena parte del pasado tenga también que ser sabida "de memoria", al modo en que lo son nuestros más elementales datos personales. Las críticas a los nuevos planteamientos sobre la enseñanza de, las humanidades pasan demasiado por alto este aspecto, que no debiera desdeñarse. La comprensión de los fenómenos sociales, culturales, económicos y políticos requiere tener claras las referencias cronológicas, onomásticas y estilísticas básicas, mojones sin los cuales a menudo se pierde el rumbo. De igual manera, hay que mostrar la complejidad del proceso y del contexto históricos, sin mutilaciones ni simplificaciones. Ello se aplica especialmente a la historia de España como nación plural y como Estado compuesto, y es tanto más exigible cuanto que sin tomar en consideración esa misma complejidad es imposible comprender la realidad de la que procedemos y en la que vivimos. No hay, pues, 17 historias dentro de la de España, una por cada comunidad autónoma. Hay una historia común y muchas particulares y locales, y además, la historia de cada uno de los reinos y territorios que conjuntamente formaron la Monarquía, algunos de los cuales no corresponden al actual mapa autonómico.

Es bien cierto que las distintas concepciones historiográficas no coinciden en algunos aspectos esenciales sobre la formación de la unidad española y sus características, pero ello no tiene por qué impedir una enseñanza de la historia común, en la misma medida en que, a pesar de esas discrepancias, hay puntos de contacto entre unas y otras concepciones, hay hechos sobre cuya significación existe acuerdo y, sobre todo, hay una realidad de la que dar cuenta: España es hoy un Estado nacional, plural y a la vez unido, tal y como reconoce la Constitución. Esta realidad, guste o no, interpela a nuestra sociedad, le obliga a plantearse su verdadera identidad, le exige enfrentarse a percepciones más particularistas, siempre empobrecedoras. No es, por tanto, la oposición entre una historiografla de izquierdas y otra de derechas lo que aquí cuenta -al margen de que esa confrontación pueda efectivamente existir-, sino la divergencia profunda entre las visiones nacionalistas -en el sentido de los nacionalismos periféricos, sobre todo catalán y vasco, pero también gallego, andaluz y canario- y las posturas historiográficas que sostienen la existencia histórica y la vigencia de la comunidad nacional española.

La ministra Esperanza Aguirre ha tenido el valor de agitar las aguas demasiado tiempo quietas del olvido de nuestra historia común, de las que se nutre la deformación y la tergiversación, con su propuesta sobre la reforma de la enseñanza de las humanidades. Propuesta que no cabe despachar con descalificaciones o negativas rotundas y que bien merece un profundo debate sobre el respeto y la transmisión del conocimiento de nuestra trayectoria histórica. Meditando a la vista de la Alhambra, se antoja al espectador que este debate, además de imprescindible, sería muy clarificador para el futuro de España.

Alfredo Pérez de Armiñán y de la Serna es académico de Bellas Artes de San Fernando.

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