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Tribuna
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Otto de Habsburgo

La sociedad mediática en la que vivimos es grotescamente manirrota con el halago. Personajes anecdóticos, irrelevantes o simplemente ridículos son elevados a los altares de la omnipresencia en televisión, radio y prensa, sin que nadie pueda adivinar méritos que justifiquen tanta lisonja. Tontilocos de la llamada jet, bufones que se dicen periodistas de la prensa del corazón y guapitas semianalfabetas sentencian, adoctrinan y aconsejan como si fueran Cicerón.Por el contrario, personas de gran mérito y de largas trayectorias de acción, estudio, reflexión, valentía y dignidad son ignoradas o ninguneadas por la estulticia y la arrogancia de los manipuladores del éxito. Nada tiene que ver ya la fama con el prestigio. Es más, suelen ser inversamente proporcionales. En España hay muchos ejemplos de este desprecio a la seriedad. Lo son los catedráticos que no acuden a cócteles, saraos ni programas con modelos y curas impostores, los científicos y escritores que trabajan con rigor y discreción, y los pensadores, políticos y funcionarios que se dedican a lo suyo, libres de ansias de popularídad. Es éste un país injusto a la hora de otorgar dignidades y respeto. No es el único. Pero sí de los que más.

Un caso paradigmático de trato injusto por parte de gran parte de los medios es el otorgado aquí, en España -y no sólo aquí-, a Otto de Habsburgo. El primogénito del último emperador de Austria-Hungría ha llegado a ser calificado de fascista, golpista y ultrarreaccionario por tanto ignorante, tanto obtuso y tanto incapaz de percibir las cualidades humanas más allá del diminuto corral de su propia ideología. Por supuesto, Otto nunca ha sido nada de eso. Igual que proliferan entre ciertos monárquicos la ñoñería y el esnobismo bobo, muchos intelectuales parecen considerar que reconocer la valía, el coraje y el conocimiento de esta gran figura europea del siglo XX es algo así como traicionar a su republicanismo y equivale poco menos que a hacerse sospechoso de nostalgias imperiales. Allá cada uno con sus miserias intelectuales.

Otto de Habsburgo, que pasó parte de sus primeros años en el exilio aquí, en España, sobre todo en la villa vizcaína de Lekeitio, ha sido durante casi siete décadas un luchador incorruptible por las libertades. Y un gran realista en el mejor sentido; un hombre que nunca traicionó a sus principios y supo hacer política, ese arte de lo posible, en las más difíciles condiciones. Por las libertades de austriacos, alemanes y los demás pueblos de Europa se enfrentó desde un principio a Hitler, cuando casas reales no derrocadas coqueteaban o colaboraban con el fascismo y Gobiernos democráticos como el de Chamberlain hacían otro tanto. No había cumplido aún treinta años cuando Hitler lo calificó como su peor enemigo político.

Con la misma decisión se enfrentó después a Stalin y a los regímenes comunistas que éste instauró en Europa. Tampoco esto se lo han perdonado esos intelectuales que en su día aplaudieron los acuerdos entre Hitler y Stalin y guardaron silencio mientras estos dos grandes asesinos del siglo se repartían Polonia. Otto salvó de una muerte segura a millares de judíos, demócratas o meros patriotas de los países ocupados por uno u otro tirano. Y sigue hoy, octogenario, alertando a las conciencias contra el peligro que supone la indefensión que inevitablemente producen la mediocridad y el pensamiento débil tan en boga. Hoy, este hombre que se liberó joven de la nostalgia, renunció a toda reivindicación dinástica y ha luchado incansable por las libertades de los europeos, recibe un homenaje en Madrid con la presentación de una excelente biografia suya, escrita por Ramón Pérez-Maura (Del Imperio a la Unión Europea). Es un testimonio de la valentía, la perspicacia política y la humanidad de Otto de Habsburgo, un hombre que nos recuerda el pasado como lección para el presente y el futuro. Es, además, el de hoy, un acto de estricta justicia. Nada menos que eso. En los tiempos que corren.

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