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Tribuna
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Entre el recuerdo y la espera

Es fácil, demasiado fácil, decir que la época de las guerrillas ha terminado, que hoy hablamos todos más de democracia que de revolución, que la imagen de cristo del Che muerto donde más destaca es sobre el fondo de la descomposición del régimen de Fidel Castro en Cuba. Demasiado fácil, porque todas estas observaciones, que contienen una gran parte de verdad, no explican lo esencial: la fuerza de un mito que se sigue construyendo y que no se reduce a la nostalgia de un periodo desaparecido que, además, se conoce cada vez peor. ¿No es chocante que en un momento en que se multiplican los testimonios sobre la vida y la actuación del Che, en que se conocen mejor las razones del fracaso tanto de su política económica como de sus guerrillas, la figura del Che tenga cada día más fuerza, especialmente entre la juventud, y no sólo en Cuba sino en todo el continente?¿No será porque la democracia es débil en América Latina, porque se ve cómo el paro, la precariedad y las desigualdades se mantienen -cuando no aumentan- mientras crece la producción, por lo que el descontento y la desesperanza de una gran parte de la población, y especialmente de los jóvenes, se expresan a través de la exaltación del Che? Las guerrillas han desaparecido, pero no los problemas que las hicieron nacer, de suerte que esas efigies del Che que vemos multiplicarse por doquier nos hacen recordar la inmensa distancia que separa la economía del continente, en fuerte crecimiento, de esas sociedades en las que la pobreza, la miseria y la violencia sufridas no sólo no se reducen, sino que, por el contrario, aumentan con frecuencia. Desde hace unos años, los expertos en economía están tan entusiasmados con los récords de crecimiento de muchos países que parece como si, poco a poco, se hiciera un silencio sobre el hecho de que este crecimiento no ha mejorado la suerte de la mayoría de la población. Quizá el recuerdo del Che, que no puede ya revivir el pasado, aumente la conciencia del sufrimiento actual y sobre todo estimule el renacimiento de unos actores colectivos que con toda seguridad serán de tipo diferente al de hace 30 años pero que tanta falta hacen en un continente que se ha vuelto casi silencioso. Porque ¿cuál es la fuerza de una democracia si queda reducida al fin del monopolio del acceso al poder y si se limita a la competencia entre unos partidos o candidatos y no cambia profundamente la vida de la mayoría, si no disminuye la desigualdad, la violencia o la corrupción?

Es hora de que América Latina despierte del sueño al que se ha abandonado, sobre todo desde el fracaso de la estrategia de guerrillas. Tras el hundimiento de los regímenes nacional-populares o neopopulistas se han impuesto las políticas de ajuste. Y los intelectuales, que sólo han visto en ello las maniobras del FMI, no han comprendido la gravedad de la crisis económica sufrida y las dramáticas consecuencias de la inflación o la hiperinflación en sus países. Pero esa recuperación, tan indispensable como costosa -pues la inflación es un impuesto para los pobres-, no puede transformarse en progreso social sin la intervención de movimientos sociales y de actores políticos. Y estas intervenciones no existen, o apenas existen, sobre todo en el sur del continente. Mientras Marcos, Rigoberta Menchú o los kataristas bolivianos asociaban la defensa de una identidad cultural con un programa de democratización, en el sur las fuerzas de protesta social, desde las comunidades eclesiais de base de Brasil a los movimientos de barrios y de poblaciones en Argentina o en Chile, se desorganizaban y perdían influencia. Sólo ahora se puede empezar a hablar de un renacimiento político. Es lento y difícil por la gran fuerza que la necesaria cura de la inflación y el crecimiento han dado a las tesis neoliberales y porque los viejos cuadros de pensamiento y acción del periodo de la guerrilla siguen vivos. Estamos asistiendo al nacimiento de nuevas fuerzas sindicales en Argentina, al desarrollo del movimiento de los sin tierra en Brasil. Son signos importantes de un renacimiento de la acción reivindicafiva y de un acercamiento entre las fuerzas sociales y las organizaciones políticas, aunque, en Brasil por ejemplo, las tendencias utopistas y moralistas del PT siguen siendo importantes.

Así pues, el culto del Che, más que reanimar las luchas y los sacrificios del pasado, podría anunciar un futuro. Y esas fuerzas del futuro no serán ni unas fuerzas revolucionarias de base ni unos partidos preocupados sobre todo por lograr escaños en las elecciones. Tengo la hipótesis de que una parte de América Latina va a seguir, en los próximos años, el ejemplo europeo y se van a elaborar unos programas de centro-sinistra, como dicen los italianos. La figura del Che parece muy lejos de facilitar la unión entre unas fuerzas políticas reformadoras y unas fuerzas sociales de protesta y de reivindicación. Pero lleva en sí algo más importante que un programa: el llamamiento a la acción y al sacrificio, sin el que ningún movimiento democrático puede tener la suficiente fuerza para transformar una situación de injusticia y de desigualdad crecientes. Hay menos distancia entre la acción del Che y las protestas contra la violencia y la miseria que entre su acción y los programas puramente liberales de gestión de la sociedad en nombre de las exigencias del mercado mundial.

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Del mismo modo que es imposible reavivar las guerrillas, pues en su mayor parte no estaban formadas por el pueblo sino por militantes radicalizados de las ciudades que hablaban en su nombre, también es indispensable, y creo que inevitable, que finalice el silencio de gran parte del continente. Quizá sea la caída definitiva del PRI en México la que acabe con ese silencio de la acción social y política, hoy refugiada en Chiapas; quizá sea una evolución hacia la izquierda de la Concertación en el poder en Chile; quizá una victoria del Frepaso y de la Unión Cívica Radical en Argentina cambiará las perspectivas políticas de toda la región; pero en cualquier caso esa parte de América Latina va a seguir el camino de Europa occidental, donde tantos países han pasado, tras un paréntesis liberal más o menos largo, al centro-izquierda.

La caída del régimen soviético, el agotamiento del régimen cubano, la descomposición de la Nicaragua sandinista, han hecho desaparecer todos los modelos que animaban las revoluciones de hace treinta y cuarenta años. Pero ello no condena al continente a la impotencia y al agravamiento de las desigualdades sociales. Puede ser que las imágenes del Che, al tiempo que proclaman el fin de un largo duelo, anuncien un nuevo deseo de acción, todavía incierto sobre sus fines y sus medios, pero que desea acabar con la gran tradición liberal en la que era imposible no entrar y de la que hoy urge salir.

Alain Toureaine es sociólogo de Estudios Superiores de París

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