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Tribuna
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La trágica mojiganga

El viernes pasado, mientras conducía por tierras de Soria, dicté a mi compañero de viaje media docena de párrafos, el primero de los cuales se publicó, efectivamente, en la segunda edición del sábado, en la sección de Cartas al director, mientras los restantes, por un desajuste bien comprensible en un día de tal tensión y profusión informativas, se quedaron, contra lo anunciado, sin "pasar a la página siguiente". La carta perdida en el torbellino de las circunstancias llevaba el título de Dos o tres cosas (muy simplificadas). Extracto ahora esas dos o tres cosas.Una: "[Ante el secuestro de don Miguel Angel Blanco Garrido y la amenaza por parte de sus raptores de asesinarlo al tercer día si el Gobierno no empieza a trasladar a los presos de ETA a cárceles de las provincias vascongadas], la única respuesta adecuada es atender razonablemente la demanda de los terroristas y poner en marcha sin más la reagrupación de los etarras. Ninguna estrategia a largo plazo, por no decir la defensa de tal o cual eventualidad política ni la miseria chulesca de 'mantener el tipo', tiene la consistencia ni la viabilidad necesarias (si el adjetivo fuera admisible en semejante orden de cosas) para poner en peligro cierto la vida de un hombre. Comiéncese, pues, el envío de los presos a las cárceles vascas. Ocasión habrá, si conviniere, de seguir o no seguir con el proceso. No es cuestión mayor. Ya se verá".

Dos: "Las manifestaciones, los minutos de silencio, los lazos azules, las manos blancas y demás signos de protesta contra ETA son sin duda tranquilizadores para quienes los protagonizan, o exhiben, pero, salvo, tal vez, cuando ocurren en Euskadi, constituyen un apoyo, no buscado pero irremediable, a la 'banda criminal' por excelencia. Esas peticiones de clemencia y magnanimidad cumplen sin duda la función catártica de calmar con alguna acción, con la apariencia material de dar algún paso, de hacer algo, los limpios sentimientos y la absoluta impotencia de las buenas gentes. Pero ETA no es capaz de entenderlas sino como la prueba palpable de que controla por entero la situación y de que podrá no conseguir quizá sus objetivos máximos, pero sí, con certeza, los inmediatos, sin posibilidad alguna de perder esta mano de la partida. (La ayuda que a la familia de la víctima pueda aportar las muestras de solidaridad multitudinarias es ciertamente estimable, pero de ningún modo decisiva)".

En fin: "Las manifestaciones y los otros actos análogos están siendo en buena parte promovidos por el Gobierno y favorecidos por la oposición que aspira a serlo. Aparte compartir la vileza electoralista, Gobierno y oposición están intentando implicar así a toda la ciudadanía en la decisión discutible, revocable, puramente accidental, de "no ceder al chantaje". Dios no lo quiera, pero si llegara a verterse la sangre del concejal de Ermua los culpables serían, obviamente, los etarras y quienes los respaldan: la responsabilidad y aun la complicidad, sin embargo, alcanzarían también resuelta y exigiblemente al Gobierno y a la oposición, y no, desde luego, a las nobles personas que se han echado a la calle".

Hoy no expresaría tales ideas (o, por qué no, emociones) en los mismos términos (tampoco los datos son exactamente los mismos), pero, sea cual sea el "clamor unánime", sigo creyendo que no se habrían hundido los cimientos de la tierra si el ministerio del ramo hubiera devuelto enseguida al País Vasco a un par de docenas de presos y el Gobierno explicado las más que explicables razones de la medida. ¿Puede alguien imaginar que el pueblo español no las habría aceptado?

Es sabido (lo recuerda, ahora, Javier Pradera) que "la Ley Penitenciaria incluye el objetivo de que cada 'área territorial' cuente con el 'número suficiente' de establecimientos para 'evitar el desarraigo social de los penados"'. Es sabido que los socios del Gobierno en España y de la oposición en Euskadi pretenden llevar el asunto al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Es sabido que todos los gabinetes de la democracia han incumplido ruidosamente infinidad de sus ofrecimientos y aun compromisos electorales...

¿Hemos de pensar que millones de ciudadanos han salido a las calles para opinar sobre un tiquismiquis legal o, acaso, como parece haber argumentado el señor Mayor Oreja, para evitar "fisuras en la Mesa de Ajuria Enea"? ¿Hemos de pensar que toda la generosa pasión, que esos ciudadanos han malgastado en el fondo no servía sino únicamente (no quiero mentar otras contingencias) para apuntalar una decisión política, repito, "discutible, revocable, puramente accidental?". (El ingeniero Ryan Estrada fue asesinado en febrero de 1981; años después, el Gobierno detuvo la construcción de la planta de Iberduero en Vizcaya).

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Juzgue cada cual según lo sepa y lo sienta. Por mi parte, cada vez se me antoja más transparente que a estas alturas de la historia no merecen respeto ninguna ética ni ninguna política que no sean las del raterillo, las del honrado recluso de Santoña o Alcalá Meco: es decir, la actitud de no aceptar la legalidad ni el statu quo sino en la medida en que le favorezcan a uno, dar por desesperada la posibilidad de que favorezcan a todos, y, en consecuencia, actuar por lo demás al impulso espontáneo de la fraternidad humana. Como se me antoja que en multitud de casos la "dignidad del Estado", la "conveniencia política", las "soluciones para mañana"... son sólo formas (lo diré con Max Estrella) de arrimar candelillas a una trágica mojiganga.

Francisco Rico es catedrático y miembro de la Real Academia.

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