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Salgado y Luxemburgo

En Luxemburgo está la exposición itinerante de Sebastiao Salgado. Luxemburgo es una ciudad pequeña, tranquila y bancaria, en extremo ordenada y limpia. La exposición del fotógrafo brasileño es áspera, dura, repleta de situaciones sucias. La contradicción salta, sólo que en la capital eurócrata, si no fuera por la intensidad de las fotos y la disección de una realidad donde el dolor es patrimonio de la inmensa mayoría, esa paradoja alcanzaría el absurdo.En la Plaza de las Armas, centro de un municipio de apenas 80.000 almas que parece el escenario de un cuento de hadas, edificado sobre un río y una ladera, hay una curiosa y ridícula máquina. Es cuadrada, amarilla, con el dibujo de un chucho y una señal de prohibición. Lo de la prohibición es algo que está infectando el viejo continente y poblándolo de jóvenes que parecen ancianos antes se cumplir los 30. Y es que caminamos por el bofe de la historia hacia un mundo orweliano. La máquina de marras costaba unas diez pesetas, dinero con el que es posible comprar en Brasil una barra de pan, y en Luxemburgo ni un botón.

El viajero introducía las monedas y obtenía un paquete, con las instrucciones en alemán y en francés, lenguas oficiales del país, acompañadas de dibujos. El paquete constaba de una cajita de cartón y una pala igualmente de cartón. La cajita para guardarla, y la palita de marras para recoger la mierda del perro. Dentro, en el palacio, el magistral fotógrafo plasmaba la visión de un garimpeiro enfrentándose a un guardia armado, el transporte de un puñado de ataúdes en un furgón desastrado, una favela atestada de basura, el árbol de un ahorcado, una pareja de niños malnutridos, enfermos, harapientos. Las luces de los daguerrotipos son de contrastes, de penumbras, como las dudas que atenazan al Tercer Mundo, delimitadas en rostros que emparejaban la cotidianeidad con un presente improbable y un futuro imposible, que narran historias de supervivencia, límites, fronteras difícilmente rebasables por un occidental.

Sebastiao Salgado no busca la imagen cruda o el cuadro atroz. Pone la cámara, enfoca y dispara. Brasil es una babel de perdedores que no lo han elegido. Es una nación anclada en un sistema de diferencias que en Europa, y ahí lo demuestra la máquina citada, ni siquiera se establecen entre las personas y los animales. Quizá el animal se ha identificado con el amo, o ha sido al revés. El amo ha visto en el animal el ser sedentario e incapaz, en el que le gustaría convertirse.

Salgado interpreta la miseria de Brasil con tal precisión que el viajero, al salir, fue feliz por respirar oxígeno en una Europa que no huele, ni padece, ni siente, donde los artefactos para las heces de los estúpidos perros, los inodoros antisépticos por los que hay que pagar y mil utensilios carentes de utilidad, hacen vivir al ciudadano en una peonza de cristal. Europa es un continente en el que la pandemia del sida está enterrando a miles de hombres y mujeres, en el que los yonquis son tratados como apestados y los emigrantes como desecho de tienta, en el que las iglesias condenan el uso de los preservativos con un cinismo rayano en lo inmoral.

Pero la cara fea de Europa no se adivina en sus postulados, sus anuncios de detergentes y coches deportivos, su educación umbilical. No. Aquí las cosas jamás fallan. Y de producirse errores, se achacan a males pasajeros o la vaina de la mundialización de la economía o la ineptitud de ciertos funcionarios. Como se comprenderá a Salgado, retratista de pantanos humanos, artista en la captación del horror y la tristeza, en las aristas de una realidad que ha extraviado todo lo ficticio, se la trae al pairo el problema europeo, y por supuesto la máquina de la mierda de los perros. El problema es que a la máquina le es también indiferente Salgado y sus fotografías. En Luxemburgo, atravesando diez metros, los que separan la máquina de la exposición, se cruza una distancia insalvable de pura hipocresía.

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