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Preservativos jeringuillas

Cada cierto tiempo, las catástrofes que, por diferentes causas -remitidas todas ellas a la miseria y a la injusticia que rige el mundo-, se producen en los países que antes llamábamos subdesarrollados llegan a nosotros, los habitantes de los países desarrollados, y las vemos por la pantalla del televisor, y las escuchamos por la radio, y vemos y escuchamos también mensajes que tratan de conmover nuestras conciencias y finalmente nuestro bolsillo. Y sí, nos conmovemos, abrimos un poco los ojos, el corazón y la cartera, enviamos un poco de dinero a la cuenta corriente de una organización de ayuda humanitaria y, aunque no nos quedamos tranquilos -ya nadie puede quedarse tranquilo-, al menos no nos sentimos tan horriblemente ajenos a los padecimientos de la humanidad. Algo, aunque poco, hemos he9ho, y nos hemos ligado así al mundo.Estos días leemos con horror e impotencia las crónicas del éxodo masivo al que millares de africanos parecen condenados, y leemos también las vacilaciones de los organismos internacionales y los reproches mutuos que se hacen entre sí porque ésta era, como casi siempre, una catástrofe anunciada y hubieran debido adelantarse a ella, porque ahora, según deducimos, ya no hay soluciones, sino pequeñas gotas de agua que sólo aliviarán momentáneamente la inmensa sed de bienestar y justicia. Pero, pese a todo, está claro que no podemos inhibirnos y mirar hacia otra parte, que Zaire se nos ha acercado, se ha puesto delante de nuestros ojos y, aunque no sabemos qué hacer, nos sentimos empujados a hacer algo.

Es curioso, es significativo, que tengan que producirse estas catástrofes -hambres, guerras, éxodo, epidemias- en países desconocidos y lejanos para que nos sintamos en la necesidad de prestar atención y cierta ayuda a las personas que sufren. Se diría que tenemos más disposición a conmovemos cuando el horror se produce lejos de nosotros cuando no lo podemos ver ni casi entender, porque entenderlo no obligaría a realizar análisis socia les que en cierto modo se nos escapan, nos superan. Nos llenamos de pesadumbre al contemplar las imágenes de matanzas o muertes por inanición, movemos la cabeza con impotencia y, al final, damos un poco de dinero, aunque sabemos que este pequeño donativo no supone ninguna solución, pero nos sentimos ya lo suficientemente incómodos como para no atender a la petición que se nos hace.

No conocemos a todas esas personas que mueren lejos de nosotros, no sabemos cómo pueden resolverse estas situaciones de penuria y penalidad que estallan de vez en cuando, invadiendo un pedazo de nuestra vida y, sin saber tampoco en qué va emplearse el dinero que al fin decidimos dar a quienes parecen dispuestos a hacer algo por ellas, lo damos, algo nos obliga a darlo.

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¿Qué es lo que ha hecho que sintamos repentinamente esta compulsiva obligación, esta instantánea responsabilidad hacia los demás, hacia esas personas que sufren y mueren tan lejos de nosotros? Verdaderamente es un poco extraño, porque muy cerca de nosotros, en nuestras ciudades, hay personas que sufren y mueren, y nos cruzamos con ellas por la calle, o vemos sus casas, sus chabolas, por la ventanilla del tren, incluso podemos encontrárnoslas en nuestra escalera, en nuestro portal, y todo lo que hacemos es casi dar un salto y mirar hacia otra parte y separarnos cuanto antes de ellas. Curiosamente, es así. Las fotos sacadas en lejanos países que padecen miseria y penalidad nos conmueven, mientras las que nos muestran la miseria de nuestros conciudadanos -y tampoco, desde luego, necesitamos que nos enseñen fotos: están muy cerca de nosotros- no acaban de llegar al núcleo de nuestro ser, como, si esa realidad, la de nuestros propios marginados, no nos incumbiera o como si estuviéramos perfectamente convencidos de que no podemos hacer por ellos absolutamente nada.

Las organizaciones de ayuda humanitaria, que ahora concentran sus esfuerzos en el terrible panorama que ofrece al mundo la zona de los Grandes Lagos, sin embargo, parecen, al mismo tiempo, empeñadas en que no olvidemos los problemas de nuestro propio mundo, el más próximo. Algunas de ellas -Médicos del Mundo, que yo sepa- insisten, aun ahora, en mantener programas de ayuda para estos marginados que conviven tan cerca de nosotros y quieren recordárnoslo en una fecha, para que se fije más en nuestra conciencia. Pero ante estas peticiones nuestro corazón y nuestro bolsillo se endurecen, se cierran. Más aún si estas personas a quienes, se nos dice, deberíamos ayudar, tener en cuenta, ejercen el viejo oficio del comercio con su cuerpo o se han dado a los nefandos vicios de la droga. ¿Es que no se lo han buscado ellos?, ¿por qué prestar atención a estas, personas que, pudiendo trabajar como los demás, han optado por esa vía en la que obtienen dinero de manera mucho más rápida y quizá, a pesar de los riesgos, más cómoda? A las prostitutas que pululan por las calles más tenebrosas de las ciudades, ¿no será que les gusta su oficio?, ¿es que debemos ir hasta ellas para decirles que utilicen condones si no quieren caer enfermas? Y qué decir de los drogadictos, ¿por qué habría que convencerles de que utilicen jeringuillas desechables? Allá ellos si se ponen enfermos, si se transmiten entre sí sus enfermedades irreversibles.

¡Cuánto más sencillo es tratar con lo desconocido, lo que de ningún modo podemos comprender ni siquiera explicar y ante lo que, por tanto, nuestros juicios quedan suspendidos! Por contraste, nuestras opiniones acerca de lo que vemos alrededor se expresan con la seguridad y la contundencia con que se edifican las fortalezas en las que uno se pone a resguardo de los feroces ataques enemigos. No dejan de ser extraños y sintomáticos los caminos que sigue el pensamiento, la razón. Pero es que la emoción nos guía. Y, quién sabe, por qué, nos sentimos culpables de la miseria y el hambre que padece el mundo entero en los términos más generales posibles mientras que tenemos una arraigada tendencia a desligamos de la miseria que se vislumbra -a veces se palpa- a nuestro alrededor, y en ocasiones, hasta nos atrevemos a juzgarla, desde luego sin ninguna piedad -y sin ninguna justicia-.

En verdad, estos juicios y razones que exponemos después de echar una ojeada a nuestros cercanos semejantes caídos, si puede decirse así, en desgracia, han ido levantando un grueso muro desde cuyos estrechos avistaderos no podemos conocer ya la realidad.

Y, efectivamente, no hay muchas razones para, como hacen algunas organizaciones de ayuda humanitaria, repartir preservativos y jeringuillas entre prostitutas y drogadictos, no las hay, y tampoco las hay, si lo pensamos bien, para que un poco de nuestro dinero llegue a un país lejano donde ha sucedido una catástrofe que probablemente, pasado cierto tiempo, volverá a repetirse, porque nuestro dinero, unido al que han aportado otras personas tan conmovidas y apesadumbradas como nosotros, no ha resuelto nada. Todo este asunto, evidentemente, escapa a la razón, pero ¿es que tenemos que ser tan razonables?, ¿es que la razón, a lo largo de la historia, se ha mostrado tan eficaz, tan operativa, tan justa? Pero no es sólo que la razón haya fallado, que haya resultado errónea o insuficiente, sino que, simplemente, tanta invocación a la razón misma ha sido falsa e hipócrita. La razón ha estado siempre contaminada por las emociones, ¿y quién controla a las emociones? Resulta un poco incongruente que hablemos ahora de razón: nunca se ha aplicado la razón.

De manera que a lo mejor es cierto repartir preservativos y jeringuillas entre prostitutas y drogadictos quizá no sirva de nada, convencerles a unos y otros de que se cuiden y prevengan de la enfermedad, el dolor y la muerte quizá no sea la solución de nada, prestarles atención y tenerles en cuenta, como si sus vidas fueran valiosas -tan valiosas como las de los ciudadanos que cumplen escrupulosamente sus horarios de trabajo respetable, viven en casas ordenadas, conducen relucientes coches, hacen apuestas y salen a cenar con un grupo de amigos los viernes por la noche, los ciudadanos que alguna vez se asoman, con toda precaución, a estos abismos- quizá sea del todo inservible, pero quizá, sin ser razonable, sea tan justo como enviar un poco de dinero a esas personas que habitan en países lejanos y desconocidos, azotados por el hambre y las guerras. Este fugaz, evanescente latido de la justicia que a veces nos recorre quizá no sea muy útil, pero medir la utilidad y eficacia de los casos es algo que posiblemente, llegados a un punto, no podemos hacer.

Soledad Puértolas es escritora.

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