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El compromiso de juzgar, a la vista de todos

La verdad es que salir de casa para acudir formalmente a juzgar a un semejante no es tarea fácil, y por eso se entiende perfectamente que, ahora que se están llevando a cabo los primeros juicios con la participación de jurados populares, haya muchas personas que aleguen excusas para evadir la tarea y que incluso se alcen voces ilustres defendiendo el derecho de toda persona a no formar parte de un jurado popular. Leyendo las crónicas de estos primeros juicios, se palpa la sertsacion de incomodidad que invade a los miembros del jurado. Es evidente que estos juicios son para casi todos ellos un verdadero trago, y hubieran preferido no tenerlo que pasar.¿Cómo no entenderlos, cómo no compartir, al menos por unos instantes, su miedo a equivocarse, su lógico, perfectamente comprensible, miedo a condenar injustamente, que debe ser, según me parece, el mayor de los miedos en este contexto, y quizá en todos? Y sin embargo, por poco que nos conozcamos y que estemos dispuestos a aceptar lo que somos, tenemos que reconocer que, sin llegar a estar dentro de las salas de la Audiencia, en la vida que se desarrolla en pisos, oficinas, calles, coches, el! esta vida común y corriente de cada uno, no paramos de juzgar, de culpar y absolver a nuestros semejantes, y, seguramente, más de culpar que de absolver.

En privado eso está claro, juzgar resulta de lo más sencillo, no supone ningún quebradero de cabeza. Nos pasamos el día juzgando. a los demás, opinando, alabando o condenando, y lo hacemos apoyados en pequeños indicios, en levísimas razones, en argumentos que no nos molestamos en explicarnos a nosotros mismos, porque la intuición nos parece, cuando estamos a solas, en nuestra vida privada, un riel bastante seguro.

Y tampoco parece que la gente dude demasiado a la hora. de expresar sus juicios en público, No hay sino asistir a un espectáculo, por ejemplo, a un partido de fútbol o a una corrida de toros, para comprobarlo. Las mujeres siempre hemos tenido justa o injusta fama de cotillas -de despiadadas cotillas-, pero hay que ver cómo dictaminan los hombres -puesto que los hombres constituyen la mayor parte del público tanto en el fútbol como en los toros- en estos eventos. ¡Con qué indiscutible autoridad, sin, el menor asomo de duda, se expresan! Y levantan la mano y gesticulan, y elogian y condenan con convicción, y presteza, como si estuvieran insuflados de divina sabiduría.

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Pero estos ejemplos son palidísima muestra de la corriente de juicios taxativos, pronunciados en tono inapelable, que se emiten en las famosas tertulias radiofónicas, que parece que los participantes tengan todos hilos directos con la verdad absoluta, cada uno en posesión de los datos más valiosos y esclarecedores.Ninguno de estos contertulios parece demasiado preocupado por las consecuencias de sus palabras, ninguno parece preguntarse demasiado si sus desenvueltas acusaciones dañarán para siempre la reputación de una persona. El viejo refrán, de `calumnia, que algo queda" es uno de los lemas implícitos de estas conversaciones públicas.

En suma, que ni en privado ni en público, la gente, todos nosotros, se recata de juzgar, aun sabiendo o sospechando que estos juicios puedan causar daños concretos., La historia de la humanidad está llena de ejemplos de los daños irreparables causados por un mero rumor, una invención que señalaba a un falso culpable, y han ocurrido verdaderos dramas, verdaderas injusticias y crueldades por esta razón: por los juicios rápidos, frívolos, infundados, unas veces, y claramente malintencionados, otras, que se emiten, en susurros o a gritos fuera de las salas de la Audiencia. Muchas veces el cine y la literatura han compuesto con esta clase de dramas, basados en equívocos, rumores, pura maleficencia, impresionantes obras.

De manera que me temo que el miedo a juzgar no es precisamente lo que caracteriza al ser humano, sino que, por el contrario, el ser humano parece distinguirse por una irresistible tendencia a opinar sobre cualquier asunto que caiga en sus manos y sobre cualquier persona que pase ante sus ojos, aunque no sepa nada o casi nada del asunto en cuestión ni sobre la persona.Y de estos ejemplos está el mundo lleno. Luego no debe ser el miedo a juzgar, por mucho que se exprese. así, lo que hace que tantas personas se resistan a la idea de formar parte de un jurado popular. Pero sí, se dice y se insiste entonces, cuando somos llamados a juzgar, en la insolvencia de una persona para juzgar a otra, y se buscan excusas para no cargar con esta tarea tan comprometida de tener que decidir, con nuestro, juicio, si este semejante cuyos actos ahora examinamos, presuntamente inocente, pero, sobre todo, presuntamente culpable, puesto que está aquí, en la sala de la Audiencia, debe ser castigado o devuelto a la sociedad de la que transitoriamente se le ha apartado. En este momento nos. revolvemos y nos asustamos, como si todas las ópiniones formuladas hasta, el momento no hubieran sido sino una broma, algo que no debe ser tomado en serio, y nos declaramos insolventes.

Pero creo que basta un breve rato de reflexión para percibir toda la contradicción, la hipocresía, porque no es cierto que con nuestras opiniones expresadas en la siempre relativa privacidad de la vida, y menos aún en las aireadas por los altavoces de radio y de prensa, estemos a salvo de cometer flagrantes injusticias que pueden afectar seriamente a los demás, pueden crearles algunos beneficios y pueden, también, perjudicarles gravemente.

Quizá lo que no queramos ver es nuestra propia naturaleza inquisidora, injusta, lo que nos asusta de repente es llegar a comprender que a lo largo de la vida no hemos hecho otra cosa que juzgar y hemos adulado injustamente y, eso es lo peor, hemos condenado cruelmente, y la intuición de esa revelación nos estremece tanto, se nos hace tan insoportable, que transformamos los remordimientos en gallardía y pretensión de sinceridad, de humildad. No somos capaces de juzgar, decimos por una vez en la vida.

Todo el mundo nos ve ahora juzgar, todo el mundo se va a enterar de nuestros errores y arbitrariedades, quedamos expuestos a los ojos terribles del Estado, y hasta a los invisibles de Dios -creamos o no en él-, porque estas salas de la Audiencia tienen la solemnidad de lo eclesiástico. Y el pudor, la vergüenza, la inseguridad, las dudas, acuden de golpe e invaden nuestros sentimientos, conmocionados ante la perspectiva de la exposición tan pública y ceremoniosa de nuestro juicio, de esta repentina y cegadora luz que cae sobre nosotros y deja al descubiero nuestra inveterada costumbre de juzgar, toda nuestra vida de juicios, plagada de acusaciones y condenas.

Y si, dejando de lado la posible y discutible conveniencia de esta clase de juicios, tuviera al menos esta consecuencia: la de vernos tal y como somos, y quizás entonces juzgar, de, ahí en adelante, con más cautela, ya supondría una aportación, puede que humilde, pero indiscutiblemente valiosa, al proceso de mejora de la humanidad en el que quisiéramos creer.

Soledad Puértolas es escritora.

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