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Jugar a las ciudades

Vicente Molina Foix

En las vísperas del apóstol Santiago yo también lanzé mi botafumeiro por los aires. Vivir -según reza el libro del momento- puede ser raro o angustioso y hasta un placer a ratos, pero lo que va siendo rarísimo es vivir en un lugar que te guste, que te resulte cómodo y no muy caro, apacible, o al contrario excitante sin tener por ello que ser benidormiano. Lo raro, por ejemplo, es vivir en el Madrid de Álvarez (del manzano no se ha visto aún el fruto). Nunca una ciudad había sufrido en tan poco tiempo tanta degradación cultural, tanto adocenamiento urbano y vandalismo arquitectónico como la capital que gobierna ese buen hijo de pepé. Las ciudades tendrían que ser de quienes las habitan. Muchas parecen ser de sus alcaldes.Pero el alcalde de Santiago de Compostela, Xerardo Estévez, en un artículo aparecido el 1 de julio en este periódico, hablaba de una figura que me resultó atractiva: el arquitecto-alcalde, abundante, según él, en los primeros tiempos de la democracia y hoy, como tantas otras cosas de nuestra última vida, más raro. Me llamó también la atención esta afirmación suya: "Ha pesado más, a la hora de ejercer como alcalde el haber sido arquitecto que político". La trascendencia que la arquitectura tiene en el señor Estévez yo mismo la sufrí en mis carnes cuando recibí una amable pero correctiva carta suya a raíz de una columna mía, Bilbao, que podía dar a entender que yo incluía a Santiago en la lista de las ciudades españolas que se pirran por tener "edificios de firma", vengan o no a cuento, en sus calles. La trascendencia que la arquitectura tiene en la ciudad que el señor Estévez rige también yo mismo la pude disfrutar hace un mes, recorriéndola sin sobresaltos, sin el susto del espantajo contemporáneo que tan a menudo -como los escobazos del tren fantasma- nos golpea la cara en un paseo urbano.

Santiago es, ya lo saben ustedes aunque sólo sea por cultura general, una de las ciudades más bellas del mundo, pero lo que su regidor arquitecto quiere probar, y a mi juicio consigue, es que la preservación de un patrimonio monumental tan excepcional como el de la ciudad compostelana no se puede acabar en la restauración de la gárgola o el lavado de un pórtico. La gente vive, o al menos debería poder seguir viviendo en casas con pasado y tendiendo su ropa frente a un ventanal gótico, y hasta una ciudad -tan espesa de historia como Santiago ha de crecer, confiando por tanto su futuro a los arquitectos del día de mañana. Pasear por Santiago en una tarde no excesivamente húmeda y. buscar, aunque sea perdiéndose en el dédalo de sus calles la fachada de Santa Clara, una piedra barroca tan frenética y medida como un verso de Racine, puede ser una experiencia que nunca se olvida. Pero qué gusto da saber que en unas oficinas empinadas del casco antiguo un grupo de arquitectos, diseñadores y asistentes sociales cumplen todos los días la tarea de hablar, asesorar y facilitar a sus vecinos la mejora y rehabilitación de esas casas que llenan la piel del hermoso dédalo que yo recorro. O comprobar -prosigue mi paseo- que junto al venerable convento de Bonaval, donde Juan Benet sostenía que está la escalera más prodigiosamente insostenible del mundo, un moderno Álvaro Siza, ha construido sin violencia ni orgullo su bellísimo Centro Galego de Arte Contemporáneo. O ver sobre un fondo de cresteríás y pináculos la escuela racional de Grassi o los muy sugestivos proyectos y obras en marcha de Moneo y Piñón/Viaplana.

Hay alcaldes que nos dejan vivir en la ciudad con la falta de angustia de los juegos infantiles, y otros que juegan con sus ciudades, imponiendo, ayudados por malos arquitectos y planificadores corrompidos, esa "tiranía visual" a la que se refería Antonio Muñoz Molina en su magnífico artículo Torres de soberbia. A mí me gusta mucho otro juego de las ciudades. Clasificarlas y agruparlas e irnaginarme a mí siendo feliz en ellas no sólo en un paseo, sino de ciudadano. Es un juego inocente de categorías, formatos y países, algo así como el palé pero sin compraventa. Nueva York, Buenos Aires, París, son las urbes de la grandeza asequible. Altea, Rye (desde donde nos mira Henry James, que vivió allí sus últimos años) o Puri, en la bahía de Bengala, poblaciones de mar para buscar el sueño de un mundo sin mundanal ruido. Santiago, Praga o Fez ciudades de tesoros encantados donde el Juego de vivir puede no ser tan raro.

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