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Cuidado con el pueblo

Daniel Innerarity

Que las palabras no son inocentes es algo claro para quien haya sentido cómo se le escapan de las manos y cobran vida propia, cómo se vuelven contra el que las pronunció, cómo se agitan, se gastan, languidecen y mueren. A veces hay que hacer con ellas operaciones de cosmética y aliño; en ocasiones, el enredo alcanza unas proporciones que obligan a medidas más drásticas y se impone retirarlas de la circulación, sacrificarlas en beneficio de que podamos volver a entendernos. Pero la mayor parte de las veces basta con una operación de desinflado; apuntar con una aguda ironía alguna de sus incongruencias o paradojas es suficiente para que se venga abajo todo un escenario confuso, incapaz de resistir la menor sacudida.Una de las palabras más incontrolables es la que utilizamos para designar a la gente cuando parece formar una unidad política con denominación de origen: el pueblo y las calificaciones que de él se derivan. Hay diputados populares, lo que permite suponer que los demás lo son menos; otros representan al pueblo reprimido con una solemnidad que no encaja muy bien con el 10% de votos que arrastran a duras penas; existe también el populismo, una especie de versión cómoda de las antiguas revueltas, ahora azuzada por agravios e indignaciones de temporada; los hay que exhiben una identidad popular compacta, cuyo propósito de defenderla no ha sido asaltado por la duda de si se trata de algo digno de defender; algunos manejan el ellos y el nosotros con una facilidad de aficionado deportivo... O sea, que casi todos coinciden en apelar al pueblo como si fuera una realidad completa, empaquetada y lista para usar a conveniencia.

Esos nosotros enfáticos otorgan fortaleza en la práctica, ayudan a situarse con seguridad, dan bastantes votos, pero resisten pocos análisis. Las incongruencias en la lógica del colectivo no inquietan mucho a los alegres administradores de la primera persona del plural, pero quizás proporcionen un cierto alivio a quienes prefieren el uso del singular. Ya que se trata sólo de aliviar, puede bastar la observación de un filósofo. Tomando como ejemplo la declaración de independencia americana ha mostrado Derrida el carácter circular y contradictorio de los documentos constitucionales, en que un pueblo firma que se constituye como sujeto unitario mediante su firma. Ahora bien, el pueblo no existe antes de su acto de fundación, acto que precede al pueblo como instancia autorizadora. Ocurre algo tan extraño como que el pueblo, mediante su firma, viene al mundo como sujeto libre e independiente, como posible firmante. Firmando se autoriza a firmar. En el nosotros congregado en el acto de la fundación se enmascara una heterogeneidad originaria. El pueblo es un sujeto decretante a la vez que un montón empírico de individuos todavía dispersos; es instaurador de una ley a la que él mismo se somete. La irrepetible y ficticia fundación no representa otra cosa que la inicial inidentidad que se fracciona en una continua iteración. Esta identidad imposible recuerda que la fundación no está cerrada de una vez para siempre, que lo común no es ni originario ni presente, ni previo ni deducible, sino algo continuamente desplazado, prorrogado, aplazado. La heterogeneidad de la comunidad que se funda a sí misma le obliga a repetir siempre una vez más su fundación.

En el seno de todo orden constitucional, de toda convivencia democrática, hay un nosotros inconsistente, un desgarro y una contradicción que continuamente redefine de manera provisional las dimensiones de la inclusión y la exclusión. Por eso lo político no puede ser monopolizado por las realidades institucionales, por la organización de la sociedad y por la estatalidad ritualizada. Lo político es más bien el lugar en el que una sociedad actúa sobre sí misma y renueva las formas de su espacio público común. Esto significa que la gesta de la fundación y el acontecimiento del origen no se pueden disponer cronológicamente. La sociedad no ha surgido del colapso de una comunidad, no hay una partición originaria ni una primera unificación, ni inocencia perdida de la Vida colectiva o una institución inicial. Esto no quiere decir que el pueblo no exista en absoluto, sino que es una magnitud inestable, una realidad abierta y mutable, arrebatada por los hombres al designio del destino y colocada en el ámbito de lo que hacemos con nuestra libertad.

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Los griegos designaron el espacio político ágora, o sea, lugar de discusión. Nada más ajeno a la competición mediante la palabra que hurtar algún tema al debate o la comodidad de mantener a toda costa las cosas como vienen dadas. Pero la buena polémica empieza por uno mismo y la naturaleza del sujeto que la practica también puede ser puesta a discusión. ¿Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos? ¿Cuáles son nuestras obligaciones recíprocas y las condiciones de nuestra lealtad? ¿Quién puede formar parte de nosotros o dejar de contar como uno de los nuestros? La discusión política no tiene únicamente por objeto una serie de temas; es también una reflexión polémica acerca del sujeto mismo de la discusión, sobre su alcance, número y extensión, sobre el modo de articular las deudas interiores que vinculan a sus miembros entre sí e incluso sobre los contornos exteriores marcados por quienes ha de considerar como enemigos. El juego de la política es tan complejo y al mismo tiempo apasionante porque las dimensiones del campo se están redefiniendo a medida que el juego avanza, al tiempo que aumenta o disminuye el número de jugadores. Esta falta de fijación se debe a que la política es una actividad que tiene que ver fundamentalmente con el convencimiento mutuo- y la concertación de voluntades. En esta complicación reside su fortaleza integradora y no en una hipóstasis grupal indiscutible.

Así como sabemos desde Cocteau que Napoleón era un loco que se creía Napoleón, un pueblo vendría a ser el conjunto de personas que creen que lo son. Pero en este conglomerado hay muy diversos grados de adhesión: desde fieles devotos hasta traidores ocasionales, miembros por estirpe o por conversión, por razones geográficas o económicas, que se sienten bajo el peso abrumador y confortable de sus ancestros o que prefieren pensar en el proyecto que construyen para quienes vengan después, unos están ahí porque tienen más amigos dentro y otros porque tienen más enemigos fuera. Hay patriotas de conveniencia, de convicción y semipensionistas. Lo más habitual suele ser una mezcla difusa de todos esos motivos de pertenencia. Si la cohesión significa algo es precisamente aglutinar motivaciones de índole tan diversa, vincular lo disperso sin imponer un certificado de integridad. El pueblo sería entonces el espacio constituido por aquellos que han sido convencidos de que lo son y poblado en sus zonas fronterizas por los que tienen ese convencimiento como algo provisional, inercial, irremediable, interesante o compartible con otras afinidades.

El pueblo es una ficción útil, de la que no conviene prescindir, pero que se convierte en una pesadilla furiosa cuando los hombres se olvidan de airear de vez en cuando, medir y pesar cada cierto tiempo para comprobar su estado, tomar el pulso de las voluntades que la sostienen, revisar los términos del contrato. Los artificios humanos pueden ser grandiosos, pero también pueden transformarse en monstruos si se debilita el libre consentimiento que los mantiene en vida.

Daniel Innenarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.

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