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Tres lecciones de Aranguren

Cuando hace unas semanas, a raíz de una alarma prematura en relación con el estado de salud de José Luis Aranguren, alguien me insinuó la conveniencia de redactar anticipadamente estas líneas que estoy ahora dictando a toda prisa por teléfono, tuve que responderle que me resultaba imposible, materialmente imposible, escribir por anticipado la necrológica de un amigo. La insinuación, he de decirlo, me fue hecha con suma delicadeza, y no era en modo alguno irrazonable, como tengo en estos momentos ocasión de comprobar. Pues la constatación de la muerte de ese amigo no es por esperada menos triste, y el estado de abatimiento en que me encuentro tampoco me permite hoy evocar como quisiera una historia de más de treinta años de amistad. En lo que sigue, me limitaré, por tanto, a hablar de lo que fue Aranguren para mí como maestro.Como tantos otros estudiantes españoles de filosofía, aprendí de Aranguren todo cuanto pueda saber de ética, entendiendo por tal la ética teórica, esto es, la filosofía moral. La ética así entendida encierra en su interior, al igual que las restantes ramas de la filosofía, más problemas que soluciones. Y lo primero que Aranguren nos enseñaba era a desconfiar de aquellas concepciones dogmáticas de la materia cuyo saldo de certezas superaba con mucho al de incertidumbres, así como también de aquellas otras concepciones escépticas de la misma que, con un dogmatismo de signo por así decirlo inverso, invitaban a renunciar a hacer preguntas ante la dificultad de obtener respuestas. Además de ello, las cuestiones del bien y la justicia, el ser y el deber ser, los valores y fines de la acción, etcétera, dejaban, en sus manos, de reducirse a disquisiciones más o menos abstrusas para pasar a transformarse en inquietudes que nos concernían en tanto que sujetos morales vitalmente urgidos a afrontarlas. Y, desde esta perspectiva, la lectura de los clásicos desbordaba ampliamente la mera erudición, lo que nos llevaría a familiarizamos a través de Aranguren con un Aristóteles depurado de escolasticismos, una escolástica -como la de santo Tomás o Francisco Suárez- no incompatible con la modernidad y una modernidad, de Kant en adelante, autocríticamente asumida desde el pensamiento contemporáneo. El propio pensamiento de Aranguren se insertaba de algún modo en esta línea, anticipando temas de lo que se daría luego en llamar la ética posilustrada y contribuyendo de paso a articular una genuina tradición nacional de reflexión filosófico-moral como la integrada por las obras de Unamuno, Ortega y Zubiri.

Pero Aranguren no sólo fue un maestro de ética teórica, sino también, y en no menor medida, de lo que un tanto redundantemente cabría llamar ética práctica, es decir, la actividad moral en cuanto diferente de la reflexión filosófica sobre ella. Nadie como Aranguren supo desempeñar entre nosotros ese oficio de moralista que él identificaba con el oficio del intelectual. Educado en un ambiente más bien conservador, confesaba que le había tocado, andando el tiempo, simultanear el aprendizaje y el magisterio del inconformismo, ninguno de los cuales hubiera sido posible sin su extraordinaria capacidad de comunicación con la juventud. Pronto, bajo la dictadura franquista, semejante inconformismo se trocaría en abierta insumisión, y eso le costó ser perseguido, despojado de su cátedra y arrojado desde el exilio interior al exterior. Nunca se quejó de tales malos tratos como no fuera por la vía de la ironía, y en su declarado apoyo ulterior a la restauración de la democracia no hubo el menor asomo de resentimiento. En cuanto a dicho apoyo, fue siempre más exigente que complaciente, cosa que a algunos políticos daba la sensación de producirles una sorda pero indisimulable irritación, lo que no solía ser, no obstante, óbice para aceptarlo sin agradecérselo. En cualquier caso, la democracia que a Aranguren le interesaba era esa utópica versión de la democracia a la que diera el nombre de democracia como moral. Como gustaba de caracterizarla, la democracia como moral no es democracia establecida, ni por ende primariamente una institución, porque lo establecido es lo hecho ya, mientras que lo moral es lo que está aún por hacer y, por tanto, constituye más una aspiración perpetuamente insatisfecha que una posesión en la que de una vez por todas podamos instalarnos. La lucha por la democracia, en consecuencia, es una lucha inacabable en la que, si no se profundiza y no se avanza, se retrocede sin remedio, pues incluso lo ya ganado ha de reconquistarse día tras día. Aranguren no predicaba el descontento por el descontento. Pero, como el Juan de Mairena machadiano, sabía que nada aviva con más fuerza el impulso moral que el descontento. Y por eso nos enseñaba, en tanto ahora que demócratas, a no darnos demasiado apresurada ni demasiado fácilmente por contentos.

La tercera lección de Aranguren a la que quiero hacer mención acaso tenga más que ver con la estética que con la ética propiamente dicha. Pocas cosas le vimos sus alumnos detestar con mayor intensidad que la adhesión mostrenca al tópico y el culto a la opinión trillada. Un lugar común representaba para él algo casi peor que una falsedad. Y el adocenamiento en la manera de comportarse le parecía casi tan malo como la maldad misma. Lo que aún es más, veía en todo ello no sólo un atentado contra el espíritu crítico, sino contra el buen gusto intelectual. De donde su tributo a las virtudes pedagógicas de la provocación. Alguien que le conocía y quería bien creyó sinceramente que las famosas declaraciones sobre los GAL atribuidas a Aranguren el pasado verano respondían a una intención provocadora. Por mi parte no puedo compartir esa creencia, pues a Aranguren, desde luego, no se le habría ocurrido jugar con los derechos humanos ni siquiera con el loable propósito de movernos a repensar en serio sobre la violencia. En este punto, una vez más, vendría a tener razón José María Valverde cuando escribió que no hay estética sin ética.

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A cuenta de esas declaraciones, Aranguren fue tergiversado, manipulado e instrumentalizado. Tampoco ahora se quejaría, pero de su amargura da idea el hecho de que no reaccionase ante el maltrato con ironía, sino con su cansancio. Tal vez fuera el cansancio lo que determinó que Aranguren se sintiese crecientemente ajeno a la vida del país a lo largo de los últimos meses, aunque sospecho que también se podía deber a su decepción ante lo vivido desde bastante tiempo atrás y a su falta de entusiasmo ante lo por venir. Pero seria muy grave, ciertamente, que este país se permitiera el lujo de sentir ajeno a Aranguren. Pues de la pervivencia entre nosotros de ejemplos como el de José Luis Aranguren depende en buena parte que merezca la pena seguir viviendo en él.

Javier Muguerza es catedrático de Filosofía

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